Culos y corazones: ¿Y ese man qué?
‘Nelly Furtado siempre me ha parecido una mujer desequilibrada’, pensó Daniel Gallardo, ‘¿Quién, en su sano juicio, podría cogerse a Juanes y preñarse secretamente para obtener fama futura? ¿En donde era que había escuchado esto?’. Este fue el primer pensamiento que Gallardo tuvo al levantarse, al lado de ese otro paisa mojigato: Yesid Cáceres. Tanta turbación le producía el caso Furtado, de quién Yesid se había declarado fanático hace algunos días, como el de su amante mismo, igual de pendejo y socarrón que la otra. Se trataba de algo demoníaco, infinitamente podrido y retorcido, continuaba su reflexión Gallardo, el ser fan de la perra de Furtado, y dicha confesión le pareció una blasfemia, un súcubo encadenado a las patas flacas de Yesid Cáceres; con el olor a azufre enredado entre los vellos depilados del culo y a la entrada de las fauces de aquel ojete de Dios, cálido y encoñador, que le era ofrecido a Gallardo esa mañana. Se levantó y se ubicó de pie sobre la cama: empezó a tomar fotografías del sulfúrico momento, desde arriba viendo a Jezebel, la colla máxima, Yesid Cáceres, el leviatán desnutrido que buscaba fuerzas para levantarse. Ese calor sofocante, que llenaba de vapor el cuarto de la cabaña, puso de un tono rojizo la piel de Cáceres y lo hizo despertar del todo, tomando a Gallardo por el pie derecho y haciéndolo caer encima suyo. ‘¿Qué haces, Cáceres?’, Daniel suplicaba, con la cabeza puesta sobre la espalda del demonio y el capullo abriendo paso en sus entrañas: las entrañas untadas de mierda de Yesid Cáceres.
Ausentes de la existencia de un mundo exterior, los amantes emitieron fuertes gemidos, acompañados de sonidos de embestidas, carne con carne, pelvis contra pelvis, y maldiciones lanzadas al cielo de aquella playa que no los veía. Más eran escuchados, tras la puerta del dormitorio, por Saúl y Francis, confusos, envidiosos, asqueados, posiblemente excitados y atentos a cualquier grito o gruñido que amenazara con la llegada de un orgasmo. Gallardo puso su verga en la boca en Cáceres y le hizo tragar sendos chorros de semen, cargados de espermatozoides que fueron a morir en su lengua, muelas y encías, preñándolo de incertidumbre y mutismo y haciendo que Saúl y Francis extrañaran el segundo aullido orgásmico, el de Cáceres, que nunca llegó. Francis se apartaría turbado del umbral de la habitación del demonio y sentiría una fuerte somnolencia. Caminaría, con los ojos entrecerrados, hasta el cuarto de al lado y dormiría una larga siesta, a mitad de la mañana. Durante aquel sopor, Francis soñaría con Cessair, ausente en este viaje, y en cómo se lo cogía hasta hacerlo eyacular siete veces siete.
Esos polvos con Cessair, inolvidables para Francis, eran el sentido de aquel viaje. El médico partiría pronto a la capital, concretando sus planes de éxito y libertad, y atrás quedarían las cogidas absurdas y violentas que el heredero sefardí le suministraba con regularidad. Consciente de esta grave perdida, Holmmes había programado este viaje a la cabaña de Gallardo en la playa. Cessair asistiría y sería el Doctor quien alzaría la voz por encima de las olas, la brisa, los fingidos gemidos de Yesid Cáceres, los quejidos desaprobatorios de Saúl, en un orgasmo múltiple que colmaría de amor la tierra. Pues que Cessair se pierde y no aparece para el viaje. ‘Mala leche de Jesucristo’, piensa Holmmes, ‘tener que soportar a Daniel cogiéndose a Yesid y yo como un infeliz, dejando que me traguen el óxido y el salitre’. Durante el sueño a Holmmes se le enredaron las memorias de la noche anterior con la candente presencia de Cessair.
Gallardo viajaba en una motocicleta, luego de haber llegado a la cabaña, de vuelta hacia la central de transportes, donde lo esperaba Yesid Cáceres, quien venía de un recorrido por la costa en el cual su culo le había servido de pasaporte. Las vacaciones habían empezado en Santa Marta, donde había servido de depósito seminal para varios de los que se cruzaron en su camino. Barranquilla: donde lo pillaron mamándosela a un desconocido en un centro comercial y por último Coveñas, al lado de Gallardo, donde le daría por el culo endemoniado hasta que le supiera a cacho. No obstante, la actividad previa no le daba para sostenerse en pie y los planes de ser cogido tendrían que esperar hasta después de una larga siesta.
En la motocicleta, tomando por la cintura a Gallardo, sentía la brisa marina sobre su rostro y el pelo ensortijado de Gallardo soltando piojos y caspa sobre sus ojos. Gallardo mantenía su mirada fija en el retrovisor, evaluando cada movimiento de Cáceres, con poca importancia en lo que ocurriera en la carretera.
-¿Estamos muy lejos?
La voz de Cáceres se perdió al desacelerar Gallardo. La entrada a la cabaña se abría y a unos pasos se divisaban Francis y Saúl, de brazos cruzados, y a un lado el hermano de Gallardo, un regordete de cabello largo y actitud rockera apodado Jota Dé.
-¿Y ese man qué? – Jota Dé preguntaría.
Francis se ahogaría en carcajadas y Saúl voltearía el rostro indignado por la pregunta, por la sospecha de Jota Dé de la homosexualidad de Gallardo, de la de Francis y -lo peor- de la suya. Sin buen ambiente para las introducciones, Gallardo se dirigió a sus amigos diciendo:
-Este es Yesid Cáceres. Pasará con nosotros los siguientes días y noches. Aunque es posible que esta noche se ausente porque viene algo cansado del viaje ¿verdad, papacito?
Francis y Saúl se miraron y extendieron sus manos para saludar a Cáceres sorprendidos ante el uso del diminutivo en Gallardo. Jota Dé lo saludó sin prevenciones: su hermano le transmitía confianza. Gallardo subió con Cáceres, agarrándole el culo, llevando la mano de su amante hasta su erección y abriéndole los ojos sugestivamente.
-Vas a dormir pero sabes lo que te espera más tarde
Cáceres apenas pudo oír las palabras de Gallardo: se fue durmiendo dulcemente víctima del típico sueño de cansancio post-coital. Se había follado a media costa en dos días y lo único que se le antojaba era una siesta re-paradora. Gallardo bajó al encuentro de sus amigos y les propuso caminar hacia la playa. Jota Dé decidió quedarse dentro: no le interesaban las conversaciones de maricas que su hermano y amigos pudieran tener.
-¿Te parece que he adelgazado? –preguntaría Saúl frente al mar.
-Pues, no eres precisamente La Sirenita pero has hecho lo que has podido: no has dejado de tragar como cerdo y no haces un abdominal ni agachándote –le contestó Francis.
-Yesid es muy flaco pero me encanta así – osó interrumpir el sarcasmo de Francis, Gallardo y continuó: -Quizás sea la oportunidad de dejar de ver a otros tipos y sentar un poco cabeza.
-¿A qué cabeza te refieres? –inquisidor Holmmes- Que yo sepa tu sólo piensas con una y esa no la puedes sentar.
-¿Estás morcillón, Daniel? Ya decía yo que esto no era normal –sentenció Saúl.
-Yesid me pone así todo el tiempo –continuó Gallardo- Creo que esto puede ser algo bueno. Aunque no quiero echarle mucha cabeza.
Saúl y Francis si lo podían creer. No que ‘aquello’ fuera ‘algo bueno’ sino que la obstinación y dudosa memoria de Gallardo dieran para que se comportara como un retardado. Si tan sólo hace un mes había condenado el comportamiento distante de Cessair con Francis, la doble moral y las mentiras. Había guardado, con temible rencor y crítica, las confesiones que Cessair le hacía acerca de su verdadero sentimiento hacia el Doctor: una combinación entre lástima y aburrimiento que no lograba mutar su expresión engañosamente sonriente e impasible. El acto fue considerado como alta traición por Gallardo: ¿Cómo era posible que su amigo Cessair, ya entrado en los treinta, rechazara al joven y cándido Francis? ¿Quién se sentía lo suficientemente superior como para andar rompiendo corazones?- Culos y corazones –citaba- ¿Podría él dar una verdadera lección de doble moral? Y, lo más importante: ¿Dónde coño habían quedado sus calzoncillos?
Gallardo intentaba buscarlos por toda la habitación mientras se lo cuestionaba. A su lado yacía un hombre, implorante de un orgasmo.
-No te vayas -suplicaba con una dolorosa erección en su mano.
-Lo siento –saltaba Gallardo sonriendo –Está lloviendo y me tengo que ir.
-No te irás a mojar…
-No es que “me quiera mojar” –puso comillas con los dedos- Es sólo que tengo miedo de que nos caiga un rayo. No creo que a Dios le guste mucho que nos cojamos en la primera cita, que seamos dos hombres y que uno de nosotros sea medio negro –dijo apuntándose con los dedos.
-No, –continuó el hombre- No.
Gallardo no pudo encontrar sus calzoncillos y asomó su cabeza por la ventana para comprobar que llovían perros. Entonces recordó: los calzoncillos habían quedado detrás de la nevera de su tía, secándose, porque la noche anterior había tenido sexo telefónico con Cáceres y a la siguiente había decidido, en honor a la libertad y a los rumores de crecimiento del pene, no llevarlos. Eso y que no tenía más limpios. Sin dudarlo un segundo abandonó la habitación, despidiéndose presuroso de su inconcluso amante.
Ya a un paso de la calle, la entrada/salida de lo que parecía un hotel, Gallardo observó la inundación. Aguas negras que salían de alguna alcantarilla mezclándose con la lluvia café y a las cuales se sometería dentro de contados segundos. Agua a la cintura, Gallardo combatiría por varias cuadras contra la corriente que producía el torrencial aguacero del pueblo por ir a demostrar superioridad moral a Cessair.