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Chapinero del Amor: From Off to On

‘Esta noche en Chapinero del Amor: escucharemos las historias de los enamorados que se atrevan a regalarnos su voz al aire…’ A las 6 de la tarde empezaba el saludo de Evan Rincón a sus oyentes; a los que lo sintonizaban emitiendo desde El Cosmos Stereo. Era la radio de los maricas, de la música de moda, de los chismes, del reguero de plumas y, por supuesto, del amor. Nadie más indicado para conducir la franja romántica que el mismo Evan, quien confundía fácilmente aquel sentimiento con el placer o la comodidad pero siempre dejándose llevar por el torrente desenfrenado que en él provocaba. Las historias que se escuchaban en Chapinero del Amor eran la oportunidad perfecta para recreara su lado maduro, objetivo y profundo mientras amenizaba con éxitos de la plancha.

-Y ahora escuchamos esto de la Guzmán: para aquellos que no han podido superar a ese polvo cósmico.

‘Sin tu lengua envenenando mi garganta’, hacía la fono mímica Evan cuando entró la primera llamada.

-Hola, hablas con DJ Evan, esto es Chapinero del Amor, cuéntanos tu historia.

Hubo silencio. Evan repitió su estribillo hasta que escuchó un tímido ‘Hola, mi nombre es…’ No importó cual era porque Evan reconoció de inmediato la voz de su primo, Saúl Louis.

-Bienvenido, (beep), cuéntanos tu historia…

-Me he enamorado…

Evan escuchó el inicio del relato casi recitándolo mentalmente. Conocía de antemano apartes de la relación de Saúl con Mao. Se habían conocido en una fiesta, organizada por Evan para alguno de sus compañeros en la emisora, y habiendo intercambiado miradas durante gran parte de la noche, el entonces desconocido Mao aprovechó una salida de Saúl del bar para hablarle y cortejarle como este deseaba. Lejos de la multitud, Saúl se sentía seducido y no expuesto a las miradas que adivinarían su coqueteo sutil, soterrado, mojigato, y que siempre daría largas a la entrega total al amante. Por el momento el número telefónico estaría bien para Mao, un cuarentón interesado en los niños lindos y consentidos como Saúl, y al que tampoco le agradaban las multitudes, ni para éste ni para otros fines.
Pasaron semanas antes de que Saúl abriera sus virginales piernas y aceptara las pocas pero bien merecidas embestidas de su mayorete. Y con estos menesteres vino lo más importante: las invitaciones a comer a casa de amigos, introducciones sociales y los pequeños viajes que alimentaron la necesidad de Saúl de volver al nido materno, de ser el niño de mostrar, el hijo único al que los adultos pellizcaban los cachetes regalándole tontos cumplidos y dulces que devoraba hambriento. Ese ánimo de dulzura que su madre diabética le había trasmitido fue lo que produjo muchas de las sorpresas y detalles que Mao le hacía: alguna vez en cama, luego de una suculenta cena, se cocinó un nuevo plato. Esta parte de la historia no la pudo reconocer Evan, al aire, preguntándose si su primo se había chiflado.

-¿Qué era? –preguntó.

-Un juguete…

-¿Cómo un carrito de pilas?

-Sí, tenía pilas –respondió Saúl.

Aquella fue la primera vez que Saúl Louis recibió un vibrador culo arriba. La imagen permanecería por meses en la cabeza de Evan que escuchaba estupefacto, al igual que muchos oyentes de El Cosmos, el relato de su primo. El juguete que había traído Mao era fucsia y electrizaba cada fibra de su noviecito cuando le movía el switch, una vez adentro. Lo sentía en el cráneo. From off to on.

Vinieron las canciones en la ducha para Saúl luego de la reveladora experiencia. Esta clase de amor de juguetería, el nirvana sex-shópico, lo transformó no sólo en un dildo-adicto, si no también en un comprador compulsivo al que le dejó de interesar la desnudez con Mao. El vibrador fue la solución perfecta para todo el engorroso trabajo que representa tener que ‘hacerlo’ con Mao –o con cualquiera- y acortar sus horas sagradas de sueño y encierro. Habiendo conocido el lugar en el que Mao guardaba el juguete, Saúl logró ‘tomarlo prestado’ para conocerlo mejor. Le acarició, le aplicó lubricante y glup. Zum Zum Zum. A la luna con Saúl.

Lo puso de nuevo en su sitio, al día siguiente, pero no pasó una sola noche sin que recordara la sensación, el zumbido, aquel arrullo, que el mismo llegó a imitar dormido, como una paloma. Currucucú. ‘Puuuuuurrrrrrrr’, se oía. ‘Hibernación sexual’, diagnosticaría preocupado el doctor Francis Holmmes. Pero ahora quien realmente se abanicaba sudando frío de preocupación era Evan, sonriendo nervioso, y temiendo cualquier desenlace fatal. En efecto, supo que la fisión de Saúl terminó por desplazar a Mao y una noche…

-¿Qué pasó?

-Me lo robé –confesó Saúl.

-Estoy seguro que lo devolviste después, como la otra vez…

Saúl huyó con su amiguito fucsia y lo metió en su clóset, entre la ropa que su compulsividad le había llevado a comprar, y ahí lo dejó zumbando, con el glande semi-giratorio, y se echó a dormir tranquilo, sirviéndole de arrullo ese mismo zumbido. Se volvió a oir esa noche: ‘puuuuuurrrrrr’, como las palomas.

-Puuuuuuurrrrrr

-Bueno, al parecer hemos perdido contacto con nuestro oyente. Esto es Chapinero del Amor ¡Qué historias las de esta noche de luna llena! No se despeguen de El Cosmos. Vamos a una pausa y ya regresamos.
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Hey, You! Goodlooking!: Tras la mirada de Sandoval

Ya sabía que no llegaría… Ya sabía que era una mentira…’, así rezaba la virgen italiana Pausini cuando Daniel se quedó despierto, esperándolo, y aquel personaje apareció seis horas después. Entró con llave, porque él mismo le había dado, y se echó en la cama a llorar. Lo que tenía era el resultado de una fiesta que había empezado hace una década y aún no cesaba. Tenía los ojos llenos de líneas, como los del Coyote cuando se asusta por el mal uso de un artefacto marca ACME. Uno de ellos era azul y el otro café, a lo David Bowie. Enamorarse de una estrella de rock decadente, como lo era David Sandoval, nunca fue tarea fácil. Fotógrafo de profesión, David frecuentaba el mundillo de fiesteros de la capital revolcándose siempre con the créme of the crop, hasta llegar a convertirse en el alma de la rumba, el bufón del imperio, el borrachín reconocido, que había echado su carrera de años a la basura por irse a New York, a vivir el sueño americano.

De eso ya hacían tres años y aún Sandoval recordaba con nostalgia sus días en la Gran Manzana. ‘Me iba de fiesta todos los días’, le comentaba a Daniel, quien lo miraba con cara de aburrido, sacudiendo levemente la cabeza, de arriba a abajo. Sandoval seguía con el rosario de tragedias y Daniel Gallardo se elevaba, oyendo a Pausini gritar: ‘Son amores… tan extraños que no te dejan ver si serán amor o placer…’. Era su letanía, su mantra, para momentos como ése. Llegaba entonces la parte donde Sandoval le contaba sobre su partida de New York: ‘Me fui a Los Angeles, seis meses después, porque tuve problemas con mi hermana’, quien lo había recibido con la esperanza de obtener apoyo y compañía. ‘Todos los días bebía’, era el mantra de Sandoval, y sólo en sentido figurado porque así mismo David metía, follaba, soplaba y tragaba: perico, con gringos, otra vez perico, y pepitas para pasar la noche, respectivamente, todos los días con sus noches.

Eso fue New York y lo fue también el tener que robarle dinero a la hermana, junto con un reloj caro, para emprender la peregrinación hacia la meca del cine. Algunos dólares fueron, no muchos, los que pagaron el tiquete y le costearon el carnaval por los próximos seis meses.

-Me culparon del robo ¿Puedes creerlo? ¡Mi propia hermana! Por eso salí volado de ahí –En el ‘volado’ se percibía un acento agringado, denigrante y delatador. Daniel lo miraba de lado, aún con cara de aburrido, pretendiendo creerle y enamorarse con locura de este Bowie, del tonto Coyote, del fotógrafo. Se sentía seducido por la imagen de relación que proyectaban: el fotógrafo y el periodista, decadencia y muerte, paranoia y miedo. La explosión creativa era interminable cuando el par se juntaba. Todo adquiría un carácter fotonoticioso, prolífero, veloz, que utilizaban para camuflar una que otra mentira. ‘Transparencia ante todo’, se repetían a cada rato, como si se tratara del slogan de un noticiero independiente y terminaban enredados fornicando y armándose nuevas historias de amores extraños y robos de corazones dignas de un Pullitzer.

No pudo vender el reloj, Sandoval. En cambio lo conservó y le cogió cariño. Era carísimo –según pensaba- y su hermana lo había guardado por ser el único recuerdo de su ex marido gringo. David Sandoval se paseó por West Hollywood con el reloj pero dejó de mirar la hora cuando le gritaron desde una camioneta en movimiento:

-Hey, you! ¡Goodlooking!
Se le abrió una amplia sonrisa al ver a unos rubios conduciendo a velocidad y con la música por encima de sus pensamientos.
-Goooo Weeest! Where the skies are blue! – le cantaban mirando embobados, como a una gema, su ojo azul.

Frenaron para verlo mejor y, sin lugar a dudas, llevárselo en la camioneta. Sandoval no vaciló y tampoco recordó haber visto la hora en que ocurrió aquel encuentro que relataba cada vez a Gallardo.
Apareció sin el reloj carísimo -¿marca ACME?-, en la cama de un hospital, con una raja en el abdomen, producto de una cirugía realizada con el fin de remover un pedazo de metal que le había clavado alguien, no se supo quien ni a qué hora, para quitarle el reloj. ‘El lead de una noticia de un diario sensacionalista’, pensaba Daniel Gallardo. Sandoval se alzaba la camiseta y mostraba la cicatriz hasta el ombligo, su ruta de vuelta a Colombia, con la que despertó del sueño americano. Gallardo la besaba toda, como contando los pasos, excitadísimo, lleno de morbo, más por la historia que por el propio David Sandoval.

Entre las secuelas del incidente se cuentan una paranoia nocturna, que desarrolló insomnio y creación fotográfica en Sandoval y la imposibilidad de volver a cantar y/o escuchar cualquier tema de Pet Shop Boys. Todo trataba de curarlo tomando y metiendo coca y huyendo de la casa de su madre, adonde había vuelto de Estados Unidos.

-Tenía que cuidarme…- le hacía saber a Gallardo. No tenía nada en realidad. Sandoval lo había vendido todo antes del viaje: desde su lujoso apartamento y muebles hasta los equipos fotográficos para lograr su viaje y no volvería a sostener un trabajo que le permitiera solventar sus hábitos de consumo.

-No quiero salir con El Coyote – le repetía siempre Daniel Gallardo. Sandoval ponía cara de preocupación, irremediable, y lo abrazaba tembloroso. Entonces cogían con algo de violencia y Sandoval se quedaba dormido toda la mañana. Se marchaba el insomnio y la paranoia. Ya no le parecía El Coyote, ni David Bowie, a Gallardo. Le entreabría con un dedo el ojo azul, mientras David Sandoval dormía, y Gallardo le arrullaba con melodías de Pet Shop Boys.
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