Hey, You! Goodlooking!: Tras la mirada de Sandoval

Ya sabía que no llegaría… Ya sabía que era una mentira…’, así rezaba la virgen italiana Pausini cuando Daniel se quedó despierto, esperándolo, y aquel personaje apareció seis horas después. Entró con llave, porque él mismo le había dado, y se echó en la cama a llorar. Lo que tenía era el resultado de una fiesta que había empezado hace una década y aún no cesaba. Tenía los ojos llenos de líneas, como los del Coyote cuando se asusta por el mal uso de un artefacto marca ACME. Uno de ellos era azul y el otro café, a lo David Bowie. Enamorarse de una estrella de rock decadente, como lo era David Sandoval, nunca fue tarea fácil. Fotógrafo de profesión, David frecuentaba el mundillo de fiesteros de la capital revolcándose siempre con the créme of the crop, hasta llegar a convertirse en el alma de la rumba, el bufón del imperio, el borrachín reconocido, que había echado su carrera de años a la basura por irse a New York, a vivir el sueño americano.

De eso ya hacían tres años y aún Sandoval recordaba con nostalgia sus días en la Gran Manzana. ‘Me iba de fiesta todos los días’, le comentaba a Daniel, quien lo miraba con cara de aburrido, sacudiendo levemente la cabeza, de arriba a abajo. Sandoval seguía con el rosario de tragedias y Daniel Gallardo se elevaba, oyendo a Pausini gritar: ‘Son amores… tan extraños que no te dejan ver si serán amor o placer…’. Era su letanía, su mantra, para momentos como ése. Llegaba entonces la parte donde Sandoval le contaba sobre su partida de New York: ‘Me fui a Los Angeles, seis meses después, porque tuve problemas con mi hermana’, quien lo había recibido con la esperanza de obtener apoyo y compañía. ‘Todos los días bebía’, era el mantra de Sandoval, y sólo en sentido figurado porque así mismo David metía, follaba, soplaba y tragaba: perico, con gringos, otra vez perico, y pepitas para pasar la noche, respectivamente, todos los días con sus noches.

Eso fue New York y lo fue también el tener que robarle dinero a la hermana, junto con un reloj caro, para emprender la peregrinación hacia la meca del cine. Algunos dólares fueron, no muchos, los que pagaron el tiquete y le costearon el carnaval por los próximos seis meses.

-Me culparon del robo ¿Puedes creerlo? ¡Mi propia hermana! Por eso salí volado de ahí –En el ‘volado’ se percibía un acento agringado, denigrante y delatador. Daniel lo miraba de lado, aún con cara de aburrido, pretendiendo creerle y enamorarse con locura de este Bowie, del tonto Coyote, del fotógrafo. Se sentía seducido por la imagen de relación que proyectaban: el fotógrafo y el periodista, decadencia y muerte, paranoia y miedo. La explosión creativa era interminable cuando el par se juntaba. Todo adquiría un carácter fotonoticioso, prolífero, veloz, que utilizaban para camuflar una que otra mentira. ‘Transparencia ante todo’, se repetían a cada rato, como si se tratara del slogan de un noticiero independiente y terminaban enredados fornicando y armándose nuevas historias de amores extraños y robos de corazones dignas de un Pullitzer.

No pudo vender el reloj, Sandoval. En cambio lo conservó y le cogió cariño. Era carísimo –según pensaba- y su hermana lo había guardado por ser el único recuerdo de su ex marido gringo. David Sandoval se paseó por West Hollywood con el reloj pero dejó de mirar la hora cuando le gritaron desde una camioneta en movimiento:

-Hey, you! ¡Goodlooking!
Se le abrió una amplia sonrisa al ver a unos rubios conduciendo a velocidad y con la música por encima de sus pensamientos.
-Goooo Weeest! Where the skies are blue! – le cantaban mirando embobados, como a una gema, su ojo azul.

Frenaron para verlo mejor y, sin lugar a dudas, llevárselo en la camioneta. Sandoval no vaciló y tampoco recordó haber visto la hora en que ocurrió aquel encuentro que relataba cada vez a Gallardo.
Apareció sin el reloj carísimo -¿marca ACME?-, en la cama de un hospital, con una raja en el abdomen, producto de una cirugía realizada con el fin de remover un pedazo de metal que le había clavado alguien, no se supo quien ni a qué hora, para quitarle el reloj. ‘El lead de una noticia de un diario sensacionalista’, pensaba Daniel Gallardo. Sandoval se alzaba la camiseta y mostraba la cicatriz hasta el ombligo, su ruta de vuelta a Colombia, con la que despertó del sueño americano. Gallardo la besaba toda, como contando los pasos, excitadísimo, lleno de morbo, más por la historia que por el propio David Sandoval.

Entre las secuelas del incidente se cuentan una paranoia nocturna, que desarrolló insomnio y creación fotográfica en Sandoval y la imposibilidad de volver a cantar y/o escuchar cualquier tema de Pet Shop Boys. Todo trataba de curarlo tomando y metiendo coca y huyendo de la casa de su madre, adonde había vuelto de Estados Unidos.

-Tenía que cuidarme…- le hacía saber a Gallardo. No tenía nada en realidad. Sandoval lo había vendido todo antes del viaje: desde su lujoso apartamento y muebles hasta los equipos fotográficos para lograr su viaje y no volvería a sostener un trabajo que le permitiera solventar sus hábitos de consumo.

-No quiero salir con El Coyote – le repetía siempre Daniel Gallardo. Sandoval ponía cara de preocupación, irremediable, y lo abrazaba tembloroso. Entonces cogían con algo de violencia y Sandoval se quedaba dormido toda la mañana. Se marchaba el insomnio y la paranoia. Ya no le parecía El Coyote, ni David Bowie, a Gallardo. Le entreabría con un dedo el ojo azul, mientras David Sandoval dormía, y Gallardo le arrullaba con melodías de Pet Shop Boys.

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