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Ofertorio

Criado por su abuela materna: La Niña Angelina Saussa, Vetto Zucconi había estado rodeado de una gran influencia católica, herencia de ese gran seno italiano. Como resultado, fue enviado como seminarista durante los primeros años de su adolescencia. En aquellos claustros también se dio fe por primera vez de una herencia aún mayor. Muchos de los aprendices de cura describieron la verga de Vetto como ‘descomunal’, ‘monstruosa’ y ‘grandísima’ y no demoró en regarse el rumor y llegar a oídos de uno de los sacerdotes, quien, luego de corroborarlo, decidió que la presencia de aquel demonio entre los hombres de Dios era algo que tenía que evitarse. Vetto vio frustrada la posibilidad de volver a casa de La Niña Angelina Saussa siendo el sacerdote del pueblo.

Su evangelización fue otra a partir de ahí. Tomando como punta de lanza a Santo Tomás de Aquino, Vetto se lanzó a la búsqueda de desahuciados escépticos. Ver para creer, hermano. Es ahí donde aparece un largo listado de conversos de mandíbulas caídas y ojos saltones, efecto generado por la entrada de aquel báculo papal en las cavernas infernales. Los entierros del pueblo, en los que Vetto lideraba la procesión, eran seguidos por otros entierros, en los que las invocaciones al creador también se escuchaban.

Caminando a un lado del río, luego de haber rezado por Alexander y Daniel, Vetto se vio iluminado por lo que parecía un tipo en una moto. El hombre había frenado para orinar al lado de un árbol, a unos pocos metros de donde se encontraba Zucconi. Notó el extraño motociclista esta presencia divina, y enseñó su propio báculo para llamar la atención de Zucconi, hecho a un lado en busca de una mejor vista. El tálamo del motociclista se opacó, luego de haber sido mostrado con tanto orgullo, cuando Vetto puso lo suyo afuera.

¡Díos mío! – fue lo único que pudo articular el desconocido.

Acto seguido se fueron más adentro, justo al lado del río, a realizar el bautizo. Se inclinó el motociclista para ofrecerle su culo a Vetto, quien no dudó en elevar su báculo para expulsar todos los demonios de este no-creyente.

-¿Vetto Zucconi? ¿Eres tú? –dijo el motociclista luego de sentir el poder divino adentro- Pensé que era una mentira. Muchos me hablaban de ti pero yo no creía. ¡Es cierto! ¡Eres tú! ¡Y ahora estás dentro de mí! ¡Sin saberlo, te esperaba, mi Mesías! ¡Bendito Seas! ¡Gloria a Zucconi!

Durante la plegaria salieron los primeros chorros de semen que bañaron los pies del nuevo converso. Vetto desapareció de inmediato, con los calzones aún abajo y la verga tambaleándose como un incensario, persignándose repetitivamente.

-¡Ave María Purísima! –invocó y tuvo una revelación. Uno de los arbustos, entre aquellos matorrales, ardía y el crepitar del fuego inmovilizaba a Zucconi.

-¡Todos se van a quemar! – se oyó un grito espeluznante en la oscuridad. Un viejo famélico era el pirómano histérico que ahora se acercaba a Vetto repitiendo incansable esa frase: Todos se van a quemar. Al lado del hombre ladraba y rabiaba un perro tuerto, famélico igual que su dueño, que en medio de la oscuridad hacía brillar su único ojo azuloso. Vetto empujó al viejo hacia las llamas y escuchó sus alaridos ya corriendo sin aliento por entre ramas y hojas. Salió por fin a la luz y no vio ni al motociclista ni a su moto. Ya no se escuchaban gritos ni ladridos, sin embargo Vetto sintió miedo de voltear y volverse cal y apresuró el paso para desaparecer entre la noche solitaria.

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Plegaria a Zucconi


Se había quedado abriendo y cerrando el ojo de Sandoval cuando se dio cuenta de la hora. Dedicó unos minutos más a esa obturación, que tomaba mayor fuerza cada vez, hasta que logró despertarlo para plantarle un beso en la boca y despedirse. Vetto Zucconi estaba de visita en la ciudad y apremiaba verlo, mucho más que quedarse durmiendo con aquella alma perdida. Zucconi, ferviente católico, había tenido, hace varios meses, lo que ahora consideraba una revelación divina y urgía en comunicarla a Daniel Gallardo, quien ya caminaba rumbo a tal encuentro, recordando el período en que lo conoció y –aún peor- en que Zucconi le había conocido.
Por entonces, Alexander Lozada era quien desvelaba a Daniel Gallardo. Una relación que para los ojos de Vetto era basada en la lujuria y la venganza, ya que ambos tenían los corazones envenenados. Habría de convertirse Vetto Zucconi en la conciencia del Gallardo enamorado pero confundido y rabioso, quien ya no reconocía su intención inicial al involucrarse con Alexander. Pero Vetto si la recordaba y cada vez que lo hacía tenía que rezarse un rosario entero encomendando la seguridad y salud de Alexander e implorando la cordura de Daniel. Como acostumbraba, luego de recitar cada misterio, se iba a dar una vuelta por el puerto del pueblo a ver qué encontraba. Usualmente se le atravesaba algún motociclista que se ofrecía a llevarlo con la intención de que Vetto se lo cogiera en cualquier oscuro matorral al lado del río. Con los canoeros también tuvo varios encuentros, a orillas de ese mismo río, bajo el plenilunio y expulsando susurros como si se tratara de una oscura confesión. Pero, sin importar el escenario o circunstancia, estos amantes pecadores sólo podían tener un recuerdo de Vetto Zucconi: su verga.
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