Se había quedado abriendo y cerrando el ojo de Sandoval cuando se dio cuenta de la hora. Dedicó unos minutos más a esa obturación, que tomaba mayor fuerza cada vez, hasta que logró despertarlo para plantarle un beso en la boca y despedirse. Vetto Zucconi estaba de visita en la ciudad y apremiaba verlo, mucho más que quedarse durmiendo con aquella alma perdida. Zucconi, ferviente católico, había tenido, hace varios meses, lo que ahora consideraba una revelación divina y urgía en comunicarla a Daniel Gallardo, quien ya caminaba rumbo a tal encuentro, recordando el período en que lo conoció y –aún peor- en que Zucconi le había conocido.
Por entonces, Alexander Lozada era quien desvelaba a Daniel Gallardo. Una relación que para los ojos de Vetto era basada en la lujuria y la venganza, ya que ambos tenían los corazones envenenados. Habría de convertirse Vetto Zucconi en la conciencia del Gallardo enamorado pero confundido y rabioso, quien ya no reconocía su intención inicial al involucrarse con Alexander. Pero Vetto si la recordaba y cada vez que lo hacía tenía que rezarse un rosario entero encomendando la seguridad y salud de Alexander e implorando la cordura de Daniel. Como acostumbraba, luego de recitar cada misterio, se iba a dar una vuelta por el puerto del pueblo a ver qué encontraba. Usualmente se le atravesaba algún motociclista que se ofrecía a llevarlo con la intención de que Vetto se lo cogiera en cualquier oscuro matorral al lado del río. Con los canoeros también tuvo varios encuentros, a orillas de ese mismo río, bajo el plenilunio y expulsando susurros como si se tratara de una oscura confesión. Pero, sin importar el escenario o circunstancia, estos amantes pecadores sólo podían tener un recuerdo de Vetto Zucconi: su verga.
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