Cartas de Chelo: La mala hora
Bogotá, 3 de Mayo de 1992
(…)
La noche del primer apagón decidí salir a dar una vuelta por el Parque de la Independencia. Como era costumbre, estaba plagado de hombres; incrementado con la oscuridad el peligro de que alguno resultara siendo un ladrón y se acercara en busca de algo más que amor. Salí a eso de las 6 de la tarde, hora Gaviria, y me senté a fumar un porro en el pasto. Veía cómo se movían de un lado a otro, siluetas cada vez más difusas en la penumbra, en un tiempo desconocido, más claro, adelantado, futuro, por imposición presidencial. El atardecer se extendía ahora hasta pasadas las 7 de la noche y, por tanto, el amor y las sombras tardaban un poco más en llegar al parque. Las últimas caladas del porro las di cuando alguien susurró a mis espaldas:
-Hombre que sabe hablar y contar: dígame cuántas olas tiene la mar.
Esa voz masculina me hizo despertar de mi trance. Al voltear vi a un personaje alto, con mochila cuarteada, que fumaba también un porro. Me extendió su mano, ayudándome a levantarme, y se presentó:
-Polo. ¿Cuál es su nombre?
No le dije el mío. Sin embargo, se soltó a hablar como si nos conociéramos de toda la vida. Contándome que venía de Santa Marta, que su madre no lo había bautizado, que la marihuana de la costa era la mejor y que vivía a dos cuadras de allí. Todo esto ocurrió en un corto lapso de tiempo, durante el cual deambulamos por las escalinatas del parque, de arriba abajo, de abajo a arriba, echando miradas a las parejas que se reunían detrás de los árboles. Mi mayor inquietud en este punto era saber si aquel hombre, Polo, se callaría algún día. Mi mutismo había incrementado ante su presencia y mis pensamientos iban y volvían a la charla, asintiendo con mi cabeza cada vez que Polo hacía una pausa para dar inicio a una nueva historia. Otra inquietud que me invadía era el paseo que habíamos tomado, sin rumbo a ningún lugar, en círculos, como si el samario tratara de despistarme y, posiblemente, robarme.
-Porque las mujeres de la costa tienen algo en el color de la voz, muy ilustrativo, que cuando te dicen: ‘tú sabrás’, uno sabe que próximamente se va a arrepentir de cualquier cosa que haya hecho o dicho. Infalible, como cuando mi madre me decía que estaba ‘buscando la mala hora’, lo hacía con tono que era mitad regaño y mitad burla, como reconociendo que no podía hacer nada para evitar que yo encontrara esa mala hora.
Y así se mantuvo por otra hora más hasta hacerme pensar que había perdido la tarde o la noche -o lo que sea- en una charla pseudo-intelectual acerca de las matronas costeñas e intentando calcular el número de olas de la mar. A continuación sacó de su mochila un papel de color y me lo tendió. “Toma”, me dijo, “es un pez”. Le pregunté qué pez era y me dijo que cualquiera. Volví a callar y me quedé mirando la figurita, recortada finamente y pintada de rosado, con una lentejuela clavada a manera de ojo. Caminamos otro poco hasta la parte alta del parque, al lado de la calle. Yo seguía sosteniendo el pez en la mano mientras Polo disertaba, esta vez sobre lo romántica que se hacía La Macarena con los apagones; como la oportunidad, de perderse entre las sombras y andar de incógnito por el barrio, era única para él. Me invitó a su casa. Me dijo que vivía en un lugar pequeño, allí mismo, que si quería acompañarlo podríamos fumar y hablar un poco más. Hablar era como le llamaba a ese soliloquio en el que había estado sumergido durante dos horas pero para mí estaba bien. Lo seguí con paso reposado y las manos detrás, prestando atención intermitente a sus acotaciones, con una sonrisa de aprobación. Polo me superaba en rapidez ya que gracias a su altura era capaz de dar zancadas más largas. Yo me quedaba un poco detrás, también a propósito, con la esperanza de que me perdiera de vista y poder escabullirme en la oscuridad. Me fue imposible, lo siguiente que escuché fue decir “Aquí vivo”.
El ínfame garaje de La Macarena, ese donde había estado con El Artista, luego de que la Guerrillera lo abandonó por ti, era ahora la residencia de Polo. No pude evitar reaccionar con sorpresa.
-¿Usted vive aquí? –pregunté.
-Sí, ¿qué pasa? –respondió.
Antes de contarle que los últimos 3 años de mi vida habían transcurrido en aquel garaje, decidí pasar. Cualquier historia resultaría mejor contada adentro, con un porro y una taza de café, pensé.
A oscuras fuimos pasando por el pequeño espacio. Yo me detuve antes de tropezarme con la cama que se encontraba en mitad del cuarto. Polo se adentró un poco más y empezó a hurgar en busca de una vela. Escuché cómo cascaba un fósforo y se encendía para iluminar parcialmente el infame garaje. Agudicé un poco la mirada y me encontré ante una imagen familiar, aunque perturbadora. Mi sorpresa, ante la coincidencia de vivienda con Polo, incrementó cuando me topé con una decoración muy similar a la que tuve en aquel lugar: recortes de revistas y periódicos, juntados a manera de collage, fotografías, figuras masculinas por doquier y anuncios pegados en la pared del mismo garaje donde había vivido. Como si el tiempo no hubiese pasado y ese lugar se hubiera congelado por siempre, era observado por los ojos en las fotografías del collage. Algo mareado, decidí sentarme. Polo me ofreció un aguardiente.
-Este collage tiene vida propia –dijo- Las figuras cambian de posición y forma según mi estado de ánimo y le añado y quito cosas dependiendo de nuevos descubrimientos. Los anuncios en búsqueda de pareja del periódico son mis favoritos pero también tengo preferencia por algunas postales. ¿Qué te parece?
Continué en silencio. Sólo sonreí levemente y me tomé el aguardiente.
-Usted no me va a creer pero yo viví aquí algún tiempo. Y mi sorpresa es tal cuando descubro que usted lo ha decorado de forma muy similar a la mía. –Le dije y me puse de pie.
-Ah, tenemos algo en común –encendía otra vela- Yo llevo aquí muy poco, recién me mudo, pero tengo la sensación de haberlo visto antes.
-¿En serio? Es posible. En este barrio todos se conocen. “Tú sabes mejor que yo, que yo no soy el mejor”. Yo tenía este mismo recorte pegado a esta pared. Salió en la prensa hace algunos años; en los anuncios.
-No sé cómo lo encontré.
Guardé silencio una vez más. Me sentí algo tomado del pelo. De repente me di cuenta que, a pesar de haber estado hablando por más de una hora, Polo no había contado en realidad nada acerca de su vida, sólo puras nimiedades y relatos sin sentido que rayaban más en la fantasía que en la realidad. Lo único verdadero era que vivía en aquel lugar o eso parecía y que no planeaba dejarme ir fácilmente.
-Siéntate – me dijo o me ordenó.
Me tambaleé un poco antes de ocupar de nuevo mi asiento. La voz de Polo, otrora relajante, se tornaba ahora intimidante. Podría haber sido la bebida o que en la oscuridad mis ojos no funcionaban tan bien cómo debían. La silueta de Polo se movía de un lado a otro. Algo me decía, algo inaudible o tal vez no estaba hablando para mí, hablaba solo, para sí, como lo había hecho durante la última hora, comprendí. Posiblemente recitaba algún poema de Raúl Gómez Jattin: “Si mis amigos no son una legión de ángeles clandestinos, ¿qué será de mí?”, creo que alcancé a susurrar.
-“Si las nubes no anticipan en sus formas la historia de los hombres”… Como que nos gustan los mismos versos, ¿no, Chelo?
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