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Reset: Garganta Profunda

Gallardo sopló la cerilla y pensó que estaba muy mal que alguien quisiera apagar su fuego. El que crepitaba debajo de la camiseta azul y el pantalón café, ese que a pesar de la cerilla, humeante ahora, incendiaba cada pubis selvático de aquella pista de baile. Volvió a aburrirse, ya sin el breve entretenimiento del fósforo, y puso su mano empuñada de nuevo en la mejilla hasta alcanzar cierto sopor. El Cineasta vio esa luz, la que se encendió en el balcón y entonces encontró la excusa perfecta para huir de su relación, exhausta y sin sentido: ‘Voy a fumarme un porro. Ya vuelvo’. Tomó las escaleras, amenazante, veloz, dando largas zancadas, que en cada punto iban bombeando un, cada vez más fuerte, torrente de sangre hacia su verga-micrófono. Para cuando alcanzó la cúspide del recorrido las pulsiones en su entrepierna eran insoportables y, fingiendo un dolor en la ingle, se agarró el paquete y enfocó a Gallardo: de espaldas, flacuchento, inclinado sobre la baranda del balcón. Silencioso, erecto, El Cineasta se le hizo al lado, con una sonrisa tímida que lo desnudaría 45 minutos después.

-¿Cómo le va? ¿Quiere trabarse? –y ofreció su pipa tacada de marihuana.

-Creo que aquí no permiten fumar –respondió Gallardo, quien lo había visto –y seguiría viendo- venir.

-Talvez a usted no –se llenó de coraje y soberbia, El Cineasta –Hágale. Yo respondo.


Gallardo accedió a aspirar de los subidos vapores de El Cineasta y luego de la primera de muchas bocanadas en compañía de su próximo amante, no dijo:

-Ese es mi novio. El que está allá ¿Alcanzas a ver cómo su ojo azul brilla como un cocuyo moribundo? ¿No? Pues tengo claro que no es el amor de mi vida pero lo quiero. Sí, es posible que sea un drogadicto y un maleante pero yo mismo no soy ejemplo de integración social. Ya ves. Sabía que subirías, porque estás tan aburrido como yo y la desesperanza nos aniquila. Hoy es nuestra primera salida como novios ¿sabes? Y no he podido verlo más claro: David Sandoval está ciego. Es verdad. Por lo menos de un ojo. Esa enfermedad bicromática no debe ser gratis. Lo que todavía no he podido definir es si es el ojo azul o el café el que le corta parcialmente la visión. Debo confesarlo: creo que es el azul; es el más accesorio.

-Pues mi novio es el que está en la otra esquina. Yo a mi novio lo quiero, aunque usted no lo crea. Una relación está basada en la funcionalidad, en que las cosas salgan bien. Él me quiere, de eso tengo la certeza. Mi novio no es como el resto de gente, como yo, como usted: no se anda acostando con cualquiera que tenga pipí ni se dedica a coleccionar polvos de distintas variedades. No. Usted y yo, somos del mismo tipo, lo noté apenas lo vi. ¿Si le propongo que se venga a mi casa ahora, aprovechando la distracción de mi novio y el suyo, para hacerle un deep throat, se enoja? ¿Si ve que no? ¿Y si me lo llevo hasta las sillas de atrás, donde está oscuro y nadie nos ve, y le planto un pico en la boca? –no dijo El Cineasta.

-Tienes razón. Voy, sin duda –continuó no-diciendo Gallardo- A mi me queda más fácil y no creo que mucho le importe a David que me vaya o me quede. El cinismo alimenta muchos de mis actos y siempre trato de victimizarme ante el mínimo asomo de reproche. Me importaría poco llamarle después, con tu semen fresco sobre mi barriga, para reclamarle por la soledad en la que me ha sumido esta noche, obligándome a pensar y hacer cosas inconfensables, precisamente esta noche en que salimos por primera vez. ¿Ves? ¿Pequeño pez? Vamos ahí detrás o a tu casa. O a la mía. O a la una, a las dos y a las tres. Yo: siempre dispuesto, como los Scouts. Y no pongo problema ¿Tienes perros? Vi a un tipo muy parecido a ti, paseando perros por La Macarena. Tan sexy, vigoroso y con un olor a talco y sudor, revuelto con orines de perro por supuesto, que me sedujo. Con gafas oscuras, cual cegatón ¿Será por eso que siento que te he visto en algún lado? ¿O te he olido en algún lado? En los cuerpos de la gente con la que he, hemos, dormido, posiblemente.

-Todo está dicho, entonces. Véngase a mi casa y nos las mamamos. Lo invito a que me haga pasarla bien sin tener que hacer de mi vida una película trascendental. Una erótica, mejor, hagamos eso: una erótica –no dijo El Cineasta, apretando los dientes.

–Entonces habrá una parte en la que yo le mordisqueo las tetillas y lo pongo a que me la mame y le beso los pies hasta que se retuerza y le hago deep throat… Un momento. Estoy hablando de una porno. Hagamos eso mejor: una porno. Quedémonos ciegos de masturbarnos.

-Reseteémonos este disco duro rayado a punta de orgasmos… -no dijeron los dos en coro.


Continuará...
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Reset: Sin Título

Muy tieso y muy majo, David Sandoval se fue a pasear. Tomóse un café en Juan Valdez: de esos que saben a mierda de cachorrito golden retriever, notando el aire de conmoción que agitaba este viernes de marzo. ‘No vestirás de negro cuando metas coca’, pensó, ‘He roto una de las reglas’. Se había arreglado Sandoval ese día y notaba que su atuendo rompía con uno de los diez mandamientos del buen drogadicto. Lo pensó y el ojo azul le titiló cual cocuyo moribundo. Con pantalón corto, corbata a la moda, sombrero encintado y chupa de boda, sin dejar de lado un i-pod cargado de melodías trendies que le ayudaba a lucir cómo aquello que en realidad no era ante los ojos de Daniel Gallardo. Esa noche saldrían, por primera vez, como novios, a cualquier pretenciosa discoteca elegida por Sandoval, y descubrirían que tal vez aquella no había sido la mejor decisión que habían tomado recientemente. La de ser novios, no la de ir a la discoteca. La elección del sitio, por parte de Sandoval, obviamente había incluido el cumplimiento de esos diez mandamientos del buen drogadicto, a los que se apegaba con rigor y disciplina cada vez que decidía enrumbar su rumbo.

-Muchacho! No salgas! -le había gritado su mamá. Sandoval hizo un gesto de desdén, que era el que le provocaba cualquier sabia advertencia materna, y orondo se fue a verse con Gallardo. Con ojos de rana le miró, sonriéndole como una raposa y abrazándolo en aquella primera tarde de noviazgo. A Gallardo no le convencía aún. Las relaciones y todos los ingredientes del dating estaban desfasados para él y Sandoval, que aunque sonriente y pícaro, no era precisamente el ideal de novio: las borracheras, la adicción a las drogas, un ojo azul y otro café, considerados de mal augurio por los gitanos, el anhelo de fama pretendiendo otra posición social, lo lejos que vivía y el acento agringado que afloraba cuando mentía, hacían que Gallardo reconsiderara, una y otra vez, esta decisión absurda de comprometerse y prohibirse los placeres mundanos de los verdaderos hombres torsi-desnudos, de pelo en pecho, osunos, que tanto le fascinaban.

-Vamos a ir a esa fiesta? Mira que allá va estar Zutanito, Fulanito y la hija de Socorrito -Fue lo primero que dijo Sandoval para saludar a Gallardo.

-Iremos. Sólo si me prometes que habrá francachela y habrá comilona -respondió, mordiéndose el labio de abajo y agarrándole el culo al fracaso.

Se necesitaba mucha fuerza de voluntad, pensaba Gallardo, para resistir culearse a un drogadicto o a un borracho. Por fortuna, David Sandoval era las dos cosas gran parte del tiempo, y representaba un estado de vulnerabilidad, tipo niño somalí, que a Gallardo no sólo enternecía sino que excitaba. Era ese estar al borde de la muerte lo que seducía tanto a Gallardo además de la posibilidad de cogérselo arbitrariamente, con algo de aburrimiento y sin que Sandoval pudiera defenderse o incluso ser consciente de ello, en ocasiones. Camino a la discoteca, no habló sobre este tema Gallardo y, tomando de la mano a Sandoval, sólo abrió su boca para emitir comentarios falsamente dulzones que le hacían cagarse de la risa interiormente.

-El amor es como una caja de fósforos: unos encima de otros -dijo.

Luego…

-Hoy me vestí de camiseta azul y pantalón café. Como tus ojos.

Sandoval le creía. Y a la entrada de la discoteca, dijo Gallardo, por último:

-Odio estos lugares. Están llenos de superficialidad y fanfarria -y tuvo que voltearse para saludar a Evan Rincón, quien estaba detrás suyo aplaudiendo y dando saltos.

-Viniste, Mary! Esta rumba va estar del putas. Hablando de putas ¿No viste a La que empieza por Té y termina en Leche por ahí? Yo si… Hoooola, ¿cóoooomo estás?- saludó de lejos a Sandoval- ¿y éste quién es? ¿viene contigo? Porque déjame decirte que ese lente de contacto azul en un solo ojo NO ES.

-Él es… es una enfermedad… lo del ojo. Heterocromía Iridium.

-Nada que ver con la gente enferma por los heterosexuales. Supongo que tienes entrada VIP. ¿No? Déjame ver qué puedo hacer para hacerte entrar. No te garantizo nada por Marilyn Manson. Ese ojo me da repelús.

Evan se retiró de la escena despidiéndose con un beso en la mejilla de ambos, de Gallardo, sosteniendo un corto abrazo y de Sandoval, con otro beso, fingido, lanzado al aire, sin que éste lo notara. Para Sandoval era difícil distinguir entre una cosa y otra: la hipocresía, entre unas, porque le daba lo mismo el maltrato o el sarcasmo ya que vivía sumergido en su mundo de pretensiones y dobles caras. Pensó entonces en el segundo mandamiento del Buen Drogadicto: ‘No tomarás en vano‘. Claramente significaba que tomaría su papel de tomador muy en serio, esta noche, para celebrar su noviazgo con Gallardo y dejar a un lado cualquier seria preocupación que se apoderara de sus pensamientos superficiales. ‘Ooops’, escuchó su propia voz de acento agringado, ‘Son las diez y aún estoy sobrio. Es hora de empezar a santificar esta fiesta’.

No bien había puesto un pie al interior de la discoteca y ya Sandoval era rodeado por amigos, conocidos, traficantes, otros rumberos de oficio, adictos y algún ratón vecino que le dijo al oído: ‘Visitemos juntos a Doña Ratona. Habrá anfetaminas y habrá cortisona’. Sandoval se volteó a ver a Gallardo, con su ojo azul, y con un gesto desesperanzador le dio a entender que no tardaría, que volvería, talvez, luego de meterse lo que fuera por las narices.

‘Heme aquí, entonces’, pensó para sí, Gallardo. Miro a su alrededor con desentendimiento, con pereza y algo de fastidio y dio la vuelta para marcharse. ‘Pum’, tropezó con otro tipo. ‘Pero, ¿no es éste El Cineasta? Imposible que me equivoque si he recorrido desde siempre su anatomía. Sus gruesos brazos, el pecho y la espalda velludos y la mueca dolorosa que adquiere cuando se ríe. Es él, sin duda’. Acompañado por su novio, El Cineasta se atravesó en el camino de Gallardo, observándolo con cierto desdén, al principio, y luego con un repentino interés generado por el detalle de un par de piernas flacas y débiles que le recordaban las de su propio cónyuge, ese con el cual ya no se acostaba hace más de un año y a quién mantenía a su lado más por temor a la soledad y a la vagabundería que a cualquier sentimiento de costumbre. Y era, este Gallardo en el cual fijaba su mirada El Cineasta, un reflejo de su propia realidad lejana, de los días en qué nada lo satisfacía, de los largos cortos que nunca habían visto la luz, de las obsesiones por la carne masculina, de la indiferencia ante el dolor ajeno producida por la decepción y en general de esa personalidad escurridiza que buscaba siempre algún escondite detrás de cámaras para pajearse furibunda hasta correrse a borbotones sobre su abdomen peludo. Caliente como una melcocha, El Cineasta miró de reojo a Gallardo, sin interés de seducirlo: ya estaba seducido, por sí mismo, envuelto en gloria y piel cetrina, con unas ganas inauditas de joder al mundo.

Gallardo volvió a girar sobre su eje y huyó, tropezándose contra la multitud en la pista de baile, al baño. El único lugar en qué se podía estar a salvo de la tentación, de los gruñidos que salían del pecho de El Cineasta, era el baño, al lado de Sandoval, quien de seguro ponía en esos momentos algo de perico en una llave y aspiraba convertirse en el hombre exitoso, adinerado y galán que nunca sería. Gallardo empujó la puerta del baño y se encontró ante un Sandoval tembloroso y desnutrido que le sonreía, nervioso, haciendo muecas con la nariz, y se le acercaba en busca de un abrazo.

-Te estaba buscando -mintió.

Gallardo lo miró con pena y le advirtió con la mirada que sólo quería una cosa de él: un pase de perico. Sandoval le devolvió una mirada aún más lastimera, destrozada, con temor, y se le acercó con la llave pintada de blanco por la coca. Gallardo lo tomó de los hombros con violencia e inclinó su cabeza 45 grados a la izquierda, exponiendo la fosa nasal de ese lado a la punta de la llave.

Gallardo dejó atrás las locaciones orinales para subir por la escalera del club y examinar a la multitud desde arriba. Le encantaba sentir que dominaba las vidas de las personas y que todas cabían dentro de paquete de cigarrillos, apretujados, sin filtro, caros y con los humos subidos. Miró desde arriba, además, a El Cineasta, siempre al acecho, en búsqueda de carne fresca, pero ahora sometido por el interés de una relación infructuosa basada en la funcionalidad y en parámetros teledirigidos por algún loco guionista. Olfateaba los pantalones de los jovencitos, ensanchando la nariz, y no daba con el olor de Gallardo, quien moqueaba ahora por el perico, como con ganas de estornudar. Se le espantó el estornudo, cuando El Cineasta lo enfocó, y lo hizo adquirir esa pose estática y dolorosa, llena de espasmos, que usaba para demostrar interés, fascinación y morbo. ‘Las obras de la carne son evidentes’, se dijo Daniel Gallardo, ‘Inmoralidad, impureza, sensualidad’ y se saboreó ante aquel beefcake. Desde arriba también veía como Evan Rincón le saludaba y lo invitaba a bajar y unirse a su fiesta. ‘Tengo sed’, gesticulaba desde la distancia, sacudiendo su camiseta para refrescarse. El panorama se ensombrecía hacia otro punto, donde se encontraba David Sandoval, acompañado por Doña Rata y sus secuaces. La gente alrededor le agarraba el culo y lo ponía a bailar como si se tratara de un muñeco de cuerda. Sandoval obedecía encantado siendo el arlequín drogado del sub-mundo Gallardo. Las cámaras vigilantes de la discoteca lo enfocaban, veían cómo compraba y regalaba pepas sin discriminación y pronto se dio la orden de tranquilizarlo. Gallardo también veía desde arriba, endiosado, a un par de muchachos abrazados, dándose besos insaciables, rozándose los bultos por encima de los pantalones y concediendo, de vez en cuando, alguna caricia por debajo de las camisetas, en medio de la oscuridad y el tumulto. Su mirada se desviaba un poco más y veía a un cincuentón, dándoselas de jovenzuelo, con camiseta ceñida al hombro y pantalones entubados. Le sonreía a cualquiera que pasaba y le susurraba cualquier porquería que se le ocurría o que se le ocurría a Gallardo, aficionado a llenar conversaciones ajenas con diálogos inventados.

-'Si, yo te quiero mucho' -ponía voz de señorita para imitar la voz del novio de El Cineasta.

-'Yo soy infeliz pero no lo quiero aceptar. Déjame echarme aunque sea una meada a solas'-ponía la voz más gruesa, imitando a El Cineasta.

Daniel Gallardo sostuvo su mejilla con la mano empuñada y escupió hacia abajo. El gargajo cayó sólido sobre la cabeza de algún bailarín que ni siquiera lo notó. Ya había perdido el rictus inicial Gallardo, esa chiripiorca con erección en qué lo había puesto El Cineasta, y ahora, recostado en la baranda del segundo piso, miraba con aburrimiento su propio film. Recordó entonces haber deseado a El Cineasta desde mucho antes, o por lo menos a alguien parecido a él. En algún lugar le había visto, no importaba dónde, o alguien le había dicho, no sabía quién, e incluso era imposible para él recordar qué era lo que lo había llevado hasta aquella discoteca donde hoy se aburría a mares. 'Ah si. Sandoval', recordó. Volviendo a enfocarlo, Gallardo se cuestionó sobre el sentido de esta, su relación y de las del resto de maricones. Todos en busca del caballero perfecto, que colme sus expectativas, inteligente, atractivo, buen polvo, talvez, para irse a vivir juntos a algún apartamento bonito, donde los amantes no serán permitidos por algo llamado respeto mutuo para que en cada descuido exista la oportunidad ideal para revolcarse con el primer culo que se atraviese y huir, después de haberse venido, con remordimiento, pena, asco, descaro. Emular un matrimonio heterosexual, con las histerias y los celos, la doble moral y el juego de roles. Prosperar, ser un homosexual de bien. Happy gay. Adoptar un niño somalí o un golden retriever. Hacerse la paja pensando en otros o viendo porno hecho en Chinácota. Hacerse el pendejo o el borracho, en ocasiones, para no tener qué explicar porqué no se quiere tener sexo con el mismo cuerpo todas las prostitutas noches de la vida. Aguantarse a la familia o amigos del cónyuge. Adoptar un niño somalí…

Desde la pista de baile, El Cineasta observaba a Gallardo, aún en descarada pose pensativa, y se le ocurrían formas de acercársele sin que su novio lo notara. ‘Míreme, míreme’, pensaba, como queriendo hacer uso de fallidos dotes de telepatía. Gallardo aún estaba concentrado en nada, patinando sobre el hielo de las relaciones tradicionales, muerto del aburrimiento. ‘Míreme’, para devolverle la mirada. Hace varios meses que El Cineasta no tenía amantes. Se había encontrado con ese ‘caballero perfecto’ que pintaba Gallardo, con la firme decisión de organizar su vida, dejar los vídeos a un lado y estar menos preocupado por los polvos de otros, de todos, que eran también los suyos. La posibilidad de amantes en su actual situación era casi nula ya que todo funcionaba de forma correcta: vivía junto a su novio hace ya varios años, el sexo había perdido el interés suficiente como para demandarlo y esto daba pie para que los ‘pecadillos’ ocasionales fueran tácitamente permitidos pero jamás discutidos. ¿En dónde estaban aquellos años mozos en que todos se acostaban con todos? A sus casi 40 años, con una sexy calvicie prematura y una verga del grueso de su muñeca, El Cineasta se había retirado de las calles: su corazón palpitaba mesuradamente bajo el pecho peludo y sólo sobresaltos como éste, eventuales, como Gallardo, rompían con ese ritmo acompasado que tanta calma le administraba. Todos los amigos de su edad eran ahora modelos ejemplares de homosexualismo: creyentes, educados algunos, exitosos, mojigatos y por supuesto, comprometidos. La campana pronto empezaría a sonar para El Cineasta -luces, cámara, acción- y tomaría la primera decisión sensata ante los ojos de un dios en el que no creía pero bajo cuya sombra se refugiaba temeroso. El último de sus amantes, con quien había engañado por año y medio a su anterior novio, era el elegido para la sana tarea de entrar en juicio: conocía todas sus mañas, las aceptaba e incluso lo amaría por ellas, siempre y cuando las mantuviera la mayor parte del tiempo ocultas y/o controladas.

‘Míreme y voy y subo y le planto un beso en esa boca. Mire que esta relación es basada en la funcionalidad y todos necesitamos sexo. Eso, míreme, que cualquier excusa me invento para subir, quitarle la camiseta y morderle las tetillas’

Daniel Gallardo seguía concentrado en Sandoval y tratando de hacer desenfoque con su mirada, como si se tratara del final de una escena. ‘Te llamaría por tu nombre en los créditos, Sandoval, para que todos supieran quién fuiste en realidad’. Buscó entre sus bolsillos un paquete de cigarrillos, que había soñado con encontrar, con la sorpresa de hallar tan sólo una caja de fósforos. La abrió y vio la última cerilla: ‘El amor es como una caja de fósforos. Unos encima de otros’. Decidido a quemar el último cartucho, Gallardo arrastró la cabeza del fósforo haciéndolo arder.

-Disculpe. Éste es un área de no fumadores -le dijo un vigilante.
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Cartas de Chelo: Post-Jaime

Bogotá, 29 de Enero de 1986
Querido Jaime:

No sé si recordarás que hoy estoy de cumpleaños. No es una fecha que ande divulgando y no recuerdo si en los 6 años que estuvimos juntos lo mencioné alguna vez. No me gustan las celebraciones y mucho menos cuando no hay con quién celebrar. Si estuvieras en Bogotá, donde hoy llueve a cantaros, habríamos celebrado. Pero el clima es aguafiestas y yo también. ¿Si sabías que Bautista murió? En alguna carta te conté que, por espiar a su novio, bajó por la tubería del edificio y que luego del sexto ya no tuvo de donde sostenerse: los tubos llegaban hasta ese piso. Casi muere entonces. Fui el único que le hizo compañía durante los primeros meses, después del accidente. ¿Se le puede llamar accidente? ¿O se habla de un incidente, si se trata de un suicida que falla en su plan? No soy bueno con los eufemismos. El tiempo que lo cuidé no pude llegar a odiarlo más. Se cagaba y tocaba limpiarlo y nunca estaba de buen humor. No fue mucho lo que soporté y pronto me pasé a vivir al garaje ese de La Macarena, donde vivían El Artista y La Guerrillera. Como bien sabes, La Guerrillera se fue y El Artista se quedó solo, creando y creando, hasta que me fui a hacerle compañía. Ya no podía vivir más con Bautista y en su casa no lo querían tener. Cuando salí, a la madre le tocó pasarse y hacerse cargo: eso debió haberle sabido a mierda. Textualmente. Yo estuve pendiente los primeros días y, después, con El Artista le mandaba libros y artículos que encontraba, para que se entretuviera. El Artista era una fuente inagotable de descubrimientos artísticos y logré conocer a través de él muchas de las obras que hoy adjunto con esta carta. No sé si Bautista alguna vez leyó algo de lo que le envié pero sé que tu si lo disfrutarás. Su muerte no nos ha tomado por sorpresa y hay momentos en que parece que estuviera presente: aunque suene a frase de cajón. Mira tú. En dos días se cumplirá un mes de su muerte. La muerte de Bautista me ha revivido lo tuyo con La Guerrillera, más específicamente la noche en que me trepé por un muro para espiarlos mientras hacían a su hijo.


Recuerdo, y de esto no debes tener conocimiento, que apenas supe que se habían metido en la habitación de al lado me fui hasta el estudio del apartamento de Bautista, cuyas ventanas colindan con el espacio donde La Guerrillera y tú planeaban su futuro, basados en cualquier cábala astral. Me deslicé por el borde de los apenas gruesos ladrillos y conteniendo la respiración observé cómo te la cogías por primera y única vez. La Guerrillera hacía muecas y se retorcía, como si realmente estuviera disfrutando la cosa. Sentí ganas de soltarme y dejarme caer desde ese doceavo piso pero Bautista me convenció de entrar de nuevo al apartamento. Yo debí haberlo convencido de lo mismo cuando él decidió imitarme, noches después.


Me contaste que en diciembre nació tu hijo. No puedo esperar a conocerlo: talvez en abril puedan venir de visita. Aunque la situación está algo pesada por acá: desde la toma al Palacio de Justicia las calles están cundidas de policías. Ese día, precisamente, me volé con Mauro de la oficina, para ir a fumar un bareto por los lados de Choachí. Cuando regresamos, trabados como nunca, uno de los muros de la entrada del Palacio ardía y no entendíamos lo que pasaba. Mauro sacó su cámara y tomó varias fotos del hecho, hasta que unos policías se dieron cuenta y trataron de quitarnos la cámara. Por supuesto, no se la entregamos, haciéndonos pasar por periodistas y retirándonos al poco tiempo, con la traba aún viva ¿Pudiste ver algo por las noticias? De todas formas, te mando algunas de las fotos que tomamos ese día.


Incluso el día de lo del Palacio de Justicia quise que estuvieras. También habrías podido ver la instalación que realizó El Artista. Se fue, precisamente, hasta la Plaza de Bolívar, algunas semanas antes de la toma, y se metió en una bolsa de plástico desnudo. Cuando logró captar la atención de la gente, unos de sus amigos le llevaron pedazos de carne cruda. El Artista empezó a salir de su crisálida, arrastrándose como un gusano, en busca de los pedazos de carne que estaban sobre el suelo, cagado de palomas, de la Plaza. Agarró el primero con los dientes y empezó a mordisquearlo rabiosamente hasta sacarles la sangre. El Artista sujeta fuertemente el trozo de carne con la mandíbula y hace que la sangre se resbalé por el resto de desnuda anatomía. Lo mismo hizo con los siguientes pedazos, ante las miradas de todo tipo de la multitud: horror, curiosidad, asombro y extrañeza. La rabia y la locura le pudieron a El Artista, supongo, ya que empezó a escupir la sangre que le quedaba en la boca a la gente. En ese clímax fue encontrado por los policías que lo sacaron de entre el tumulto y lo montaron en una patrulla. Yo me fui corriendo a tratar de alegar para que lo dejaran libre. En cambio terminé de compañero de captura, recibiendo los más variopinta insultos por parte de nuestros queridos agentes. Nos llamaron marihuaneros, maricas, guerrilleros, bandoleros, infiltrados, hijueputas, cabrones. Creo que no se equivocaron en la mayoría de adjetivos que nos apuntaron, por lo menos no en el caso de El Artista. Siendo marido de La Guerrillera, madre de tu hijo, es una fortuna que nos hayan soltado a los dos días y que hoy, no nos estén investigando por lo del Palacio. Por supuesto, obtuvimos la paliza reglamentaria, de parte de los señores policías, pero puedo decir que la estancia en prisión fue agradable.


Mauro hacía lo que podía desde afuera para sacarnos mientras El Artista y yo éramos los consentidos de la celda. Nos hicimos amigos de un basuquero de El Cartucho que nos pasaba bareta -no tengo idea de donde la sacaba- y no recuerdo otra vez en mi vida en que haya fumado más marihuana que en aquella estación de policía. Todos los días nos trabábamos, cuatro, cinco, seis veces, sin que ninguno de los policías musitara el mayor regaño u observación. Desde temprano armábamos juegos de palabras con el basuquero, en los que el resultaba ganador. Poseía una gran habilidad este desechable y conocía el sinónimo preciso para cada palabra y su significado. Yo cargo con un diccionario siempre, como sabes, y fue el que nos sirvió para comprobar el nivel de léxico que ostentaba el prisionero. ¿Sabías que barahúnda es sinónimo de bacanal? Pues en aquella bacanal de marihuanos lo aprendí. La fortuna se nos acabó el día que Mauro nos sacó y tuvimos que despedirnos de la sabiduría callejera del basuquero. Hubo otros personajes en la celda con los que entablamos un diálogo amable pero no intimamos mucho por la prevención hacia ellos que nos transmitió nuestro ilustrado nuevo amigo. Cuando nos fuimos le hice la promesa a varios de estudiar sus casos y ver qué se podía hacer para sacarlos.


Antes de mi salida, el comandante de la estación me citó en su despacho con la intención de conocer un poco más la vida de este estudiante de Derecho Javeriano, de repente envuelto con aquel artista revoltoso. Detrás de su pupitre, adivinaba una erección divina, un par de axilas velludas y un torso formado por el ejercicio constante. El comandante se me acercó preguntándome por mi procedencia. De Pasto, dije, aunque supiera que aquello debía estar consignado en sus registros. Qué si con quien vivía en Bogotá. Pues con El Artista, le contesté. Mi nerviosismo debió haberse alcanzado a notar cuando me propuso arreglar de una forma más amigable mi salida de la estación y no afectar mi reputación y calificaciones universitarias. El Comandante caminó hasta un lado de la silla donde me encontraba sentado y puso su mano en mi hombro, acariciando lentamente parte de mi cuello. Envés de reaccionar como debía o no debía, empecé a recordar cuando tu me tocabas de esa forma. Recordé que cuando lo hiciste por primera vez yo aún era un ferviente asistente a misa de domingo. Te invité ¿si recuerdas? Nunca apareciste, por supuesto. Mi espíritu bonachón e impresionable contrastaba con tu soltura y desaprensión. El resultado de mi aprehensión, entonces, fue este comandante rozando su bulto contra mi hombro y acariciando mi cuello y yo quedándome en silencio. Tragué saliva, se infló mi bragueta, conté tres segundos, parpadeé y le dije que ya todo estaba arreglado. Qué si cómo así. Qué si quien era el que me iba a sacar de estos aprietos. Volví a parpadear, impasible. Pues mi novia, la hija del comandante Artueta. El hombre se detuvo y me mandó de nuevo a la celda hasta que Mauro consiguió mi salida a los dos días. No pude evitar pensar que habría pasado si hubiese aceptado la propuesta del comandante o si su tal insinuación era sólo un producto de mi mente afectada por los vapores que aspiré estando en la celda. En todo caso, mi atracción hacia los uniformes quedó sellada, puesta dentro de este sobre que viajará mañana con rumbo a España.


Espero que esta carta si te llegue. No has respondido ninguna desde noviembre y puedo llegar a suponer que el trabajo te tiene muy ocupado. Espero que Madrid siga arrodillada ante ti como los varios jovencitos con los que ahora compartes piel. Cuéntame de tus aventuras. Quiero oir tus reseñas acerca del amor y tus observaciones con respecto al material que te pongo.
Continúa la lluvia en la capital. ¿Será que esta carta, como lo nuestro, se pierde en el camino? Te allego un sincero abrazo, Jaime, sin otras intenciones que robarme un poco de tu calor en esta noche lluviosa.
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