Reset: Sin Título
Muy tieso y muy majo, David Sandoval se fue a pasear. Tomóse un café en Juan Valdez: de esos que saben a mierda de cachorrito golden retriever, notando el aire de conmoción que agitaba este viernes de marzo. ‘No vestirás de negro cuando metas coca’, pensó, ‘He roto una de las reglas’. Se había arreglado Sandoval ese día y notaba que su atuendo rompía con uno de los diez mandamientos del buen drogadicto. Lo pensó y el ojo azul le titiló cual cocuyo moribundo. Con pantalón corto, corbata a la moda, sombrero encintado y chupa de boda, sin dejar de lado un i-pod cargado de melodías trendies que le ayudaba a lucir cómo aquello que en realidad no era ante los ojos de Daniel Gallardo. Esa noche saldrían, por primera vez, como novios, a cualquier pretenciosa discoteca elegida por Sandoval, y descubrirían que tal vez aquella no había sido la mejor decisión que habían tomado recientemente. La de ser novios, no la de ir a la discoteca. La elección del sitio, por parte de Sandoval, obviamente había incluido el cumplimiento de esos diez mandamientos del buen drogadicto, a los que se apegaba con rigor y disciplina cada vez que decidía enrumbar su rumbo.
-Muchacho! No salgas! -le había gritado su mamá. Sandoval hizo un gesto de desdén, que era el que le provocaba cualquier sabia advertencia materna, y orondo se fue a verse con Gallardo. Con ojos de rana le miró, sonriéndole como una raposa y abrazándolo en aquella primera tarde de noviazgo. A Gallardo no le convencía aún. Las relaciones y todos los ingredientes del dating estaban desfasados para él y Sandoval, que aunque sonriente y pícaro, no era precisamente el ideal de novio: las borracheras, la adicción a las drogas, un ojo azul y otro café, considerados de mal augurio por los gitanos, el anhelo de fama pretendiendo otra posición social, lo lejos que vivía y el acento agringado que afloraba cuando mentía, hacían que Gallardo reconsiderara, una y otra vez, esta decisión absurda de comprometerse y prohibirse los placeres mundanos de los verdaderos hombres torsi-desnudos, de pelo en pecho, osunos, que tanto le fascinaban.
-Vamos a ir a esa fiesta? Mira que allá va estar Zutanito, Fulanito y la hija de Socorrito -Fue lo primero que dijo Sandoval para saludar a Gallardo.
-Iremos. Sólo si me prometes que habrá francachela y habrá comilona -respondió, mordiéndose el labio de abajo y agarrándole el culo al fracaso.
Se necesitaba mucha fuerza de voluntad, pensaba Gallardo, para resistir culearse a un drogadicto o a un borracho. Por fortuna, David Sandoval era las dos cosas gran parte del tiempo, y representaba un estado de vulnerabilidad, tipo niño somalí, que a Gallardo no sólo enternecía sino que excitaba. Era ese estar al borde de la muerte lo que seducía tanto a Gallardo además de la posibilidad de cogérselo arbitrariamente, con algo de aburrimiento y sin que Sandoval pudiera defenderse o incluso ser consciente de ello, en ocasiones. Camino a la discoteca, no habló sobre este tema Gallardo y, tomando de la mano a Sandoval, sólo abrió su boca para emitir comentarios falsamente dulzones que le hacían cagarse de la risa interiormente.
-El amor es como una caja de fósforos: unos encima de otros -dijo.
Luego…
-Hoy me vestí de camiseta azul y pantalón café. Como tus ojos.
Sandoval le creía. Y a la entrada de la discoteca, dijo Gallardo, por último:
-Odio estos lugares. Están llenos de superficialidad y fanfarria -y tuvo que voltearse para saludar a Evan Rincón, quien estaba detrás suyo aplaudiendo y dando saltos.
-Viniste, Mary! Esta rumba va estar del putas. Hablando de putas ¿No viste a La que empieza por Té y termina en Leche por ahí? Yo si… Hoooola, ¿cóoooomo estás?- saludó de lejos a Sandoval- ¿y éste quién es? ¿viene contigo? Porque déjame decirte que ese lente de contacto azul en un solo ojo NO ES.
-Él es… es una enfermedad… lo del ojo. Heterocromía Iridium.
-Nada que ver con la gente enferma por los heterosexuales. Supongo que tienes entrada VIP. ¿No? Déjame ver qué puedo hacer para hacerte entrar. No te garantizo nada por Marilyn Manson. Ese ojo me da repelús.
Evan se retiró de la escena despidiéndose con un beso en la mejilla de ambos, de Gallardo, sosteniendo un corto abrazo y de Sandoval, con otro beso, fingido, lanzado al aire, sin que éste lo notara. Para Sandoval era difícil distinguir entre una cosa y otra: la hipocresía, entre unas, porque le daba lo mismo el maltrato o el sarcasmo ya que vivía sumergido en su mundo de pretensiones y dobles caras. Pensó entonces en el segundo mandamiento del Buen Drogadicto: ‘No tomarás en vano‘. Claramente significaba que tomaría su papel de tomador muy en serio, esta noche, para celebrar su noviazgo con Gallardo y dejar a un lado cualquier seria preocupación que se apoderara de sus pensamientos superficiales. ‘Ooops’, escuchó su propia voz de acento agringado, ‘Son las diez y aún estoy sobrio. Es hora de empezar a santificar esta fiesta’.
No bien había puesto un pie al interior de la discoteca y ya Sandoval era rodeado por amigos, conocidos, traficantes, otros rumberos de oficio, adictos y algún ratón vecino que le dijo al oído: ‘Visitemos juntos a Doña Ratona. Habrá anfetaminas y habrá cortisona’. Sandoval se volteó a ver a Gallardo, con su ojo azul, y con un gesto desesperanzador le dio a entender que no tardaría, que volvería, talvez, luego de meterse lo que fuera por las narices.
‘Heme aquí, entonces’, pensó para sí, Gallardo. Miro a su alrededor con desentendimiento, con pereza y algo de fastidio y dio la vuelta para marcharse. ‘Pum’, tropezó con otro tipo. ‘Pero, ¿no es éste El Cineasta? Imposible que me equivoque si he recorrido desde siempre su anatomía. Sus gruesos brazos, el pecho y la espalda velludos y la mueca dolorosa que adquiere cuando se ríe. Es él, sin duda’. Acompañado por su novio, El Cineasta se atravesó en el camino de Gallardo, observándolo con cierto desdén, al principio, y luego con un repentino interés generado por el detalle de un par de piernas flacas y débiles que le recordaban las de su propio cónyuge, ese con el cual ya no se acostaba hace más de un año y a quién mantenía a su lado más por temor a la soledad y a la vagabundería que a cualquier sentimiento de costumbre. Y era, este Gallardo en el cual fijaba su mirada El Cineasta, un reflejo de su propia realidad lejana, de los días en qué nada lo satisfacía, de los largos cortos que nunca habían visto la luz, de las obsesiones por la carne masculina, de la indiferencia ante el dolor ajeno producida por la decepción y en general de esa personalidad escurridiza que buscaba siempre algún escondite detrás de cámaras para pajearse furibunda hasta correrse a borbotones sobre su abdomen peludo. Caliente como una melcocha, El Cineasta miró de reojo a Gallardo, sin interés de seducirlo: ya estaba seducido, por sí mismo, envuelto en gloria y piel cetrina, con unas ganas inauditas de joder al mundo.
Gallardo volvió a girar sobre su eje y huyó, tropezándose contra la multitud en la pista de baile, al baño. El único lugar en qué se podía estar a salvo de la tentación, de los gruñidos que salían del pecho de El Cineasta, era el baño, al lado de Sandoval, quien de seguro ponía en esos momentos algo de perico en una llave y aspiraba convertirse en el hombre exitoso, adinerado y galán que nunca sería. Gallardo empujó la puerta del baño y se encontró ante un Sandoval tembloroso y desnutrido que le sonreía, nervioso, haciendo muecas con la nariz, y se le acercaba en busca de un abrazo.
-Te estaba buscando -mintió.
Gallardo lo miró con pena y le advirtió con la mirada que sólo quería una cosa de él: un pase de perico. Sandoval le devolvió una mirada aún más lastimera, destrozada, con temor, y se le acercó con la llave pintada de blanco por la coca. Gallardo lo tomó de los hombros con violencia e inclinó su cabeza 45 grados a la izquierda, exponiendo la fosa nasal de ese lado a la punta de la llave.
Gallardo dejó atrás las locaciones orinales para subir por la escalera del club y examinar a la multitud desde arriba. Le encantaba sentir que dominaba las vidas de las personas y que todas cabían dentro de paquete de cigarrillos, apretujados, sin filtro, caros y con los humos subidos. Miró desde arriba, además, a El Cineasta, siempre al acecho, en búsqueda de carne fresca, pero ahora sometido por el interés de una relación infructuosa basada en la funcionalidad y en parámetros teledirigidos por algún loco guionista. Olfateaba los pantalones de los jovencitos, ensanchando la nariz, y no daba con el olor de Gallardo, quien moqueaba ahora por el perico, como con ganas de estornudar. Se le espantó el estornudo, cuando El Cineasta lo enfocó, y lo hizo adquirir esa pose estática y dolorosa, llena de espasmos, que usaba para demostrar interés, fascinación y morbo. ‘Las obras de la carne son evidentes’, se dijo Daniel Gallardo, ‘Inmoralidad, impureza, sensualidad’ y se saboreó ante aquel beefcake. Desde arriba también veía como Evan Rincón le saludaba y lo invitaba a bajar y unirse a su fiesta. ‘Tengo sed’, gesticulaba desde la distancia, sacudiendo su camiseta para refrescarse. El panorama se ensombrecía hacia otro punto, donde se encontraba David Sandoval, acompañado por Doña Rata y sus secuaces. La gente alrededor le agarraba el culo y lo ponía a bailar como si se tratara de un muñeco de cuerda. Sandoval obedecía encantado siendo el arlequín drogado del sub-mundo Gallardo. Las cámaras vigilantes de la discoteca lo enfocaban, veían cómo compraba y regalaba pepas sin discriminación y pronto se dio la orden de tranquilizarlo. Gallardo también veía desde arriba, endiosado, a un par de muchachos abrazados, dándose besos insaciables, rozándose los bultos por encima de los pantalones y concediendo, de vez en cuando, alguna caricia por debajo de las camisetas, en medio de la oscuridad y el tumulto. Su mirada se desviaba un poco más y veía a un cincuentón, dándoselas de jovenzuelo, con camiseta ceñida al hombro y pantalones entubados. Le sonreía a cualquiera que pasaba y le susurraba cualquier porquería que se le ocurría o que se le ocurría a Gallardo, aficionado a llenar conversaciones ajenas con diálogos inventados.
-'Si, yo te quiero mucho' -ponía voz de señorita para imitar la voz del novio de El Cineasta.
-'Yo soy infeliz pero no lo quiero aceptar. Déjame echarme aunque sea una meada a solas'-ponía la voz más gruesa, imitando a El Cineasta.
Daniel Gallardo sostuvo su mejilla con la mano empuñada y escupió hacia abajo. El gargajo cayó sólido sobre la cabeza de algún bailarín que ni siquiera lo notó. Ya había perdido el rictus inicial Gallardo, esa chiripiorca con erección en qué lo había puesto El Cineasta, y ahora, recostado en la baranda del segundo piso, miraba con aburrimiento su propio film. Recordó entonces haber deseado a El Cineasta desde mucho antes, o por lo menos a alguien parecido a él. En algún lugar le había visto, no importaba dónde, o alguien le había dicho, no sabía quién, e incluso era imposible para él recordar qué era lo que lo había llevado hasta aquella discoteca donde hoy se aburría a mares. 'Ah si. Sandoval', recordó. Volviendo a enfocarlo, Gallardo se cuestionó sobre el sentido de esta, su relación y de las del resto de maricones. Todos en busca del caballero perfecto, que colme sus expectativas, inteligente, atractivo, buen polvo, talvez, para irse a vivir juntos a algún apartamento bonito, donde los amantes no serán permitidos por algo llamado respeto mutuo para que en cada descuido exista la oportunidad ideal para revolcarse con el primer culo que se atraviese y huir, después de haberse venido, con remordimiento, pena, asco, descaro. Emular un matrimonio heterosexual, con las histerias y los celos, la doble moral y el juego de roles. Prosperar, ser un homosexual de bien. Happy gay. Adoptar un niño somalí o un golden retriever. Hacerse la paja pensando en otros o viendo porno hecho en Chinácota. Hacerse el pendejo o el borracho, en ocasiones, para no tener qué explicar porqué no se quiere tener sexo con el mismo cuerpo todas las prostitutas noches de la vida. Aguantarse a la familia o amigos del cónyuge. Adoptar un niño somalí…
Desde la pista de baile, El Cineasta observaba a Gallardo, aún en descarada pose pensativa, y se le ocurrían formas de acercársele sin que su novio lo notara. ‘Míreme, míreme’, pensaba, como queriendo hacer uso de fallidos dotes de telepatía. Gallardo aún estaba concentrado en nada, patinando sobre el hielo de las relaciones tradicionales, muerto del aburrimiento. ‘Míreme’, para devolverle la mirada. Hace varios meses que El Cineasta no tenía amantes. Se había encontrado con ese ‘caballero perfecto’ que pintaba Gallardo, con la firme decisión de organizar su vida, dejar los vídeos a un lado y estar menos preocupado por los polvos de otros, de todos, que eran también los suyos. La posibilidad de amantes en su actual situación era casi nula ya que todo funcionaba de forma correcta: vivía junto a su novio hace ya varios años, el sexo había perdido el interés suficiente como para demandarlo y esto daba pie para que los ‘pecadillos’ ocasionales fueran tácitamente permitidos pero jamás discutidos. ¿En dónde estaban aquellos años mozos en que todos se acostaban con todos? A sus casi 40 años, con una sexy calvicie prematura y una verga del grueso de su muñeca, El Cineasta se había retirado de las calles: su corazón palpitaba mesuradamente bajo el pecho peludo y sólo sobresaltos como éste, eventuales, como Gallardo, rompían con ese ritmo acompasado que tanta calma le administraba. Todos los amigos de su edad eran ahora modelos ejemplares de homosexualismo: creyentes, educados algunos, exitosos, mojigatos y por supuesto, comprometidos. La campana pronto empezaría a sonar para El Cineasta -luces, cámara, acción- y tomaría la primera decisión sensata ante los ojos de un dios en el que no creía pero bajo cuya sombra se refugiaba temeroso. El último de sus amantes, con quien había engañado por año y medio a su anterior novio, era el elegido para la sana tarea de entrar en juicio: conocía todas sus mañas, las aceptaba e incluso lo amaría por ellas, siempre y cuando las mantuviera la mayor parte del tiempo ocultas y/o controladas.
‘Míreme y voy y subo y le planto un beso en esa boca. Mire que esta relación es basada en la funcionalidad y todos necesitamos sexo. Eso, míreme, que cualquier excusa me invento para subir, quitarle la camiseta y morderle las tetillas’
Daniel Gallardo seguía concentrado en Sandoval y tratando de hacer desenfoque con su mirada, como si se tratara del final de una escena. ‘Te llamaría por tu nombre en los créditos, Sandoval, para que todos supieran quién fuiste en realidad’. Buscó entre sus bolsillos un paquete de cigarrillos, que había soñado con encontrar, con la sorpresa de hallar tan sólo una caja de fósforos. La abrió y vio la última cerilla: ‘El amor es como una caja de fósforos. Unos encima de otros’. Decidido a quemar el último cartucho, Gallardo arrastró la cabeza del fósforo haciéndolo arder.
-Disculpe. Éste es un área de no fumadores -le dijo un vigilante.
-Muchacho! No salgas! -le había gritado su mamá. Sandoval hizo un gesto de desdén, que era el que le provocaba cualquier sabia advertencia materna, y orondo se fue a verse con Gallardo. Con ojos de rana le miró, sonriéndole como una raposa y abrazándolo en aquella primera tarde de noviazgo. A Gallardo no le convencía aún. Las relaciones y todos los ingredientes del dating estaban desfasados para él y Sandoval, que aunque sonriente y pícaro, no era precisamente el ideal de novio: las borracheras, la adicción a las drogas, un ojo azul y otro café, considerados de mal augurio por los gitanos, el anhelo de fama pretendiendo otra posición social, lo lejos que vivía y el acento agringado que afloraba cuando mentía, hacían que Gallardo reconsiderara, una y otra vez, esta decisión absurda de comprometerse y prohibirse los placeres mundanos de los verdaderos hombres torsi-desnudos, de pelo en pecho, osunos, que tanto le fascinaban.
-Vamos a ir a esa fiesta? Mira que allá va estar Zutanito, Fulanito y la hija de Socorrito -Fue lo primero que dijo Sandoval para saludar a Gallardo.
-Iremos. Sólo si me prometes que habrá francachela y habrá comilona -respondió, mordiéndose el labio de abajo y agarrándole el culo al fracaso.
Se necesitaba mucha fuerza de voluntad, pensaba Gallardo, para resistir culearse a un drogadicto o a un borracho. Por fortuna, David Sandoval era las dos cosas gran parte del tiempo, y representaba un estado de vulnerabilidad, tipo niño somalí, que a Gallardo no sólo enternecía sino que excitaba. Era ese estar al borde de la muerte lo que seducía tanto a Gallardo además de la posibilidad de cogérselo arbitrariamente, con algo de aburrimiento y sin que Sandoval pudiera defenderse o incluso ser consciente de ello, en ocasiones. Camino a la discoteca, no habló sobre este tema Gallardo y, tomando de la mano a Sandoval, sólo abrió su boca para emitir comentarios falsamente dulzones que le hacían cagarse de la risa interiormente.
-El amor es como una caja de fósforos: unos encima de otros -dijo.
Luego…
-Hoy me vestí de camiseta azul y pantalón café. Como tus ojos.
Sandoval le creía. Y a la entrada de la discoteca, dijo Gallardo, por último:
-Odio estos lugares. Están llenos de superficialidad y fanfarria -y tuvo que voltearse para saludar a Evan Rincón, quien estaba detrás suyo aplaudiendo y dando saltos.
-Viniste, Mary! Esta rumba va estar del putas. Hablando de putas ¿No viste a La que empieza por Té y termina en Leche por ahí? Yo si… Hoooola, ¿cóoooomo estás?- saludó de lejos a Sandoval- ¿y éste quién es? ¿viene contigo? Porque déjame decirte que ese lente de contacto azul en un solo ojo NO ES.
-Él es… es una enfermedad… lo del ojo. Heterocromía Iridium.
-Nada que ver con la gente enferma por los heterosexuales. Supongo que tienes entrada VIP. ¿No? Déjame ver qué puedo hacer para hacerte entrar. No te garantizo nada por Marilyn Manson. Ese ojo me da repelús.
Evan se retiró de la escena despidiéndose con un beso en la mejilla de ambos, de Gallardo, sosteniendo un corto abrazo y de Sandoval, con otro beso, fingido, lanzado al aire, sin que éste lo notara. Para Sandoval era difícil distinguir entre una cosa y otra: la hipocresía, entre unas, porque le daba lo mismo el maltrato o el sarcasmo ya que vivía sumergido en su mundo de pretensiones y dobles caras. Pensó entonces en el segundo mandamiento del Buen Drogadicto: ‘No tomarás en vano‘. Claramente significaba que tomaría su papel de tomador muy en serio, esta noche, para celebrar su noviazgo con Gallardo y dejar a un lado cualquier seria preocupación que se apoderara de sus pensamientos superficiales. ‘Ooops’, escuchó su propia voz de acento agringado, ‘Son las diez y aún estoy sobrio. Es hora de empezar a santificar esta fiesta’.
No bien había puesto un pie al interior de la discoteca y ya Sandoval era rodeado por amigos, conocidos, traficantes, otros rumberos de oficio, adictos y algún ratón vecino que le dijo al oído: ‘Visitemos juntos a Doña Ratona. Habrá anfetaminas y habrá cortisona’. Sandoval se volteó a ver a Gallardo, con su ojo azul, y con un gesto desesperanzador le dio a entender que no tardaría, que volvería, talvez, luego de meterse lo que fuera por las narices.
‘Heme aquí, entonces’, pensó para sí, Gallardo. Miro a su alrededor con desentendimiento, con pereza y algo de fastidio y dio la vuelta para marcharse. ‘Pum’, tropezó con otro tipo. ‘Pero, ¿no es éste El Cineasta? Imposible que me equivoque si he recorrido desde siempre su anatomía. Sus gruesos brazos, el pecho y la espalda velludos y la mueca dolorosa que adquiere cuando se ríe. Es él, sin duda’. Acompañado por su novio, El Cineasta se atravesó en el camino de Gallardo, observándolo con cierto desdén, al principio, y luego con un repentino interés generado por el detalle de un par de piernas flacas y débiles que le recordaban las de su propio cónyuge, ese con el cual ya no se acostaba hace más de un año y a quién mantenía a su lado más por temor a la soledad y a la vagabundería que a cualquier sentimiento de costumbre. Y era, este Gallardo en el cual fijaba su mirada El Cineasta, un reflejo de su propia realidad lejana, de los días en qué nada lo satisfacía, de los largos cortos que nunca habían visto la luz, de las obsesiones por la carne masculina, de la indiferencia ante el dolor ajeno producida por la decepción y en general de esa personalidad escurridiza que buscaba siempre algún escondite detrás de cámaras para pajearse furibunda hasta correrse a borbotones sobre su abdomen peludo. Caliente como una melcocha, El Cineasta miró de reojo a Gallardo, sin interés de seducirlo: ya estaba seducido, por sí mismo, envuelto en gloria y piel cetrina, con unas ganas inauditas de joder al mundo.
Gallardo volvió a girar sobre su eje y huyó, tropezándose contra la multitud en la pista de baile, al baño. El único lugar en qué se podía estar a salvo de la tentación, de los gruñidos que salían del pecho de El Cineasta, era el baño, al lado de Sandoval, quien de seguro ponía en esos momentos algo de perico en una llave y aspiraba convertirse en el hombre exitoso, adinerado y galán que nunca sería. Gallardo empujó la puerta del baño y se encontró ante un Sandoval tembloroso y desnutrido que le sonreía, nervioso, haciendo muecas con la nariz, y se le acercaba en busca de un abrazo.
-Te estaba buscando -mintió.
Gallardo lo miró con pena y le advirtió con la mirada que sólo quería una cosa de él: un pase de perico. Sandoval le devolvió una mirada aún más lastimera, destrozada, con temor, y se le acercó con la llave pintada de blanco por la coca. Gallardo lo tomó de los hombros con violencia e inclinó su cabeza 45 grados a la izquierda, exponiendo la fosa nasal de ese lado a la punta de la llave.
Gallardo dejó atrás las locaciones orinales para subir por la escalera del club y examinar a la multitud desde arriba. Le encantaba sentir que dominaba las vidas de las personas y que todas cabían dentro de paquete de cigarrillos, apretujados, sin filtro, caros y con los humos subidos. Miró desde arriba, además, a El Cineasta, siempre al acecho, en búsqueda de carne fresca, pero ahora sometido por el interés de una relación infructuosa basada en la funcionalidad y en parámetros teledirigidos por algún loco guionista. Olfateaba los pantalones de los jovencitos, ensanchando la nariz, y no daba con el olor de Gallardo, quien moqueaba ahora por el perico, como con ganas de estornudar. Se le espantó el estornudo, cuando El Cineasta lo enfocó, y lo hizo adquirir esa pose estática y dolorosa, llena de espasmos, que usaba para demostrar interés, fascinación y morbo. ‘Las obras de la carne son evidentes’, se dijo Daniel Gallardo, ‘Inmoralidad, impureza, sensualidad’ y se saboreó ante aquel beefcake. Desde arriba también veía como Evan Rincón le saludaba y lo invitaba a bajar y unirse a su fiesta. ‘Tengo sed’, gesticulaba desde la distancia, sacudiendo su camiseta para refrescarse. El panorama se ensombrecía hacia otro punto, donde se encontraba David Sandoval, acompañado por Doña Rata y sus secuaces. La gente alrededor le agarraba el culo y lo ponía a bailar como si se tratara de un muñeco de cuerda. Sandoval obedecía encantado siendo el arlequín drogado del sub-mundo Gallardo. Las cámaras vigilantes de la discoteca lo enfocaban, veían cómo compraba y regalaba pepas sin discriminación y pronto se dio la orden de tranquilizarlo. Gallardo también veía desde arriba, endiosado, a un par de muchachos abrazados, dándose besos insaciables, rozándose los bultos por encima de los pantalones y concediendo, de vez en cuando, alguna caricia por debajo de las camisetas, en medio de la oscuridad y el tumulto. Su mirada se desviaba un poco más y veía a un cincuentón, dándoselas de jovenzuelo, con camiseta ceñida al hombro y pantalones entubados. Le sonreía a cualquiera que pasaba y le susurraba cualquier porquería que se le ocurría o que se le ocurría a Gallardo, aficionado a llenar conversaciones ajenas con diálogos inventados.
-'Si, yo te quiero mucho' -ponía voz de señorita para imitar la voz del novio de El Cineasta.
-'Yo soy infeliz pero no lo quiero aceptar. Déjame echarme aunque sea una meada a solas'-ponía la voz más gruesa, imitando a El Cineasta.
Daniel Gallardo sostuvo su mejilla con la mano empuñada y escupió hacia abajo. El gargajo cayó sólido sobre la cabeza de algún bailarín que ni siquiera lo notó. Ya había perdido el rictus inicial Gallardo, esa chiripiorca con erección en qué lo había puesto El Cineasta, y ahora, recostado en la baranda del segundo piso, miraba con aburrimiento su propio film. Recordó entonces haber deseado a El Cineasta desde mucho antes, o por lo menos a alguien parecido a él. En algún lugar le había visto, no importaba dónde, o alguien le había dicho, no sabía quién, e incluso era imposible para él recordar qué era lo que lo había llevado hasta aquella discoteca donde hoy se aburría a mares. 'Ah si. Sandoval', recordó. Volviendo a enfocarlo, Gallardo se cuestionó sobre el sentido de esta, su relación y de las del resto de maricones. Todos en busca del caballero perfecto, que colme sus expectativas, inteligente, atractivo, buen polvo, talvez, para irse a vivir juntos a algún apartamento bonito, donde los amantes no serán permitidos por algo llamado respeto mutuo para que en cada descuido exista la oportunidad ideal para revolcarse con el primer culo que se atraviese y huir, después de haberse venido, con remordimiento, pena, asco, descaro. Emular un matrimonio heterosexual, con las histerias y los celos, la doble moral y el juego de roles. Prosperar, ser un homosexual de bien. Happy gay. Adoptar un niño somalí o un golden retriever. Hacerse la paja pensando en otros o viendo porno hecho en Chinácota. Hacerse el pendejo o el borracho, en ocasiones, para no tener qué explicar porqué no se quiere tener sexo con el mismo cuerpo todas las prostitutas noches de la vida. Aguantarse a la familia o amigos del cónyuge. Adoptar un niño somalí…
Desde la pista de baile, El Cineasta observaba a Gallardo, aún en descarada pose pensativa, y se le ocurrían formas de acercársele sin que su novio lo notara. ‘Míreme, míreme’, pensaba, como queriendo hacer uso de fallidos dotes de telepatía. Gallardo aún estaba concentrado en nada, patinando sobre el hielo de las relaciones tradicionales, muerto del aburrimiento. ‘Míreme’, para devolverle la mirada. Hace varios meses que El Cineasta no tenía amantes. Se había encontrado con ese ‘caballero perfecto’ que pintaba Gallardo, con la firme decisión de organizar su vida, dejar los vídeos a un lado y estar menos preocupado por los polvos de otros, de todos, que eran también los suyos. La posibilidad de amantes en su actual situación era casi nula ya que todo funcionaba de forma correcta: vivía junto a su novio hace ya varios años, el sexo había perdido el interés suficiente como para demandarlo y esto daba pie para que los ‘pecadillos’ ocasionales fueran tácitamente permitidos pero jamás discutidos. ¿En dónde estaban aquellos años mozos en que todos se acostaban con todos? A sus casi 40 años, con una sexy calvicie prematura y una verga del grueso de su muñeca, El Cineasta se había retirado de las calles: su corazón palpitaba mesuradamente bajo el pecho peludo y sólo sobresaltos como éste, eventuales, como Gallardo, rompían con ese ritmo acompasado que tanta calma le administraba. Todos los amigos de su edad eran ahora modelos ejemplares de homosexualismo: creyentes, educados algunos, exitosos, mojigatos y por supuesto, comprometidos. La campana pronto empezaría a sonar para El Cineasta -luces, cámara, acción- y tomaría la primera decisión sensata ante los ojos de un dios en el que no creía pero bajo cuya sombra se refugiaba temeroso. El último de sus amantes, con quien había engañado por año y medio a su anterior novio, era el elegido para la sana tarea de entrar en juicio: conocía todas sus mañas, las aceptaba e incluso lo amaría por ellas, siempre y cuando las mantuviera la mayor parte del tiempo ocultas y/o controladas.
‘Míreme y voy y subo y le planto un beso en esa boca. Mire que esta relación es basada en la funcionalidad y todos necesitamos sexo. Eso, míreme, que cualquier excusa me invento para subir, quitarle la camiseta y morderle las tetillas’
Daniel Gallardo seguía concentrado en Sandoval y tratando de hacer desenfoque con su mirada, como si se tratara del final de una escena. ‘Te llamaría por tu nombre en los créditos, Sandoval, para que todos supieran quién fuiste en realidad’. Buscó entre sus bolsillos un paquete de cigarrillos, que había soñado con encontrar, con la sorpresa de hallar tan sólo una caja de fósforos. La abrió y vio la última cerilla: ‘El amor es como una caja de fósforos. Unos encima de otros’. Decidido a quemar el último cartucho, Gallardo arrastró la cabeza del fósforo haciéndolo arder.
-Disculpe. Éste es un área de no fumadores -le dijo un vigilante.
1 comentarios:
muy buena narración... podrías escribir guiones.
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