Sos Gallardo: ¿Ése o ése?
En algún punto del Tolima…
Cargaría con esa única maleta, lo había decidido. El calor era demasiado sofocante y una huida debía planearse con poco equipaje. También había tomado la decisión de irse a Medellín, a buscar a Yesid Cáceres y encontrarlo, talvez, en los cuerpos de sus amantes. La venganza no era un plato fácil de digerir para Daniel Gallardo: ya no recordaba muy bien cual era el motivo por el cual sentía que Cáceres debía pagar por todos los platos rotos. Sabía que había unos calzoncillos sucios de por medio, un ex amante de Cáceres llamado Alexander Lozada y cuarenta tiras de preservativos que había recibido como regalo de cumpleaños. Ese incómodo olor del látex se revolvía con el del cargamento de marihuana que se cocinaba en su maleta, bajo aquel infierno a un lado del Magdalena. La noche anterior había discutido con Jimbo y logrado caer en cuenta de que su condición de lisiado emocional sólo tenía una explicación: follarse a Cáceres había sido follarse al mundo y, por tanto, era necesario rebobinar el casete. Volver a donde se había generado todo, a la tierra sefardí, a buscar y encontrar a Cáceres, tal vez, a través de otros amantes. Por eso los condones. Pero el panorama no era muy motivador en la carretera: todos los buses iban llenos, por ser víspera de fin de año, y la oportunidad de dejar aquel caluroso terminal era remota.
-Hay un puesto… Si le interesa… -le dijo un hombre a su lado.
Gallardo vio a un hombre que se rascaba copiosamente los huevos a un lado de un furgón y pensó que era una buena señal. Tenía espacio extra en la parte delantera de su camión y quería saber si alguien estaba interesado en sentarse en él. Por supuesto, Gallardo corrió arrastrando su maleta y le ofreció cualquier suma al ardiente camionero.
-Pero vos no sos de Medellín
-Voy a buscar a alguien y sigo hasta la costa -respondió Daniel Gallardo- ¿Me lleva entonces?
-Hágale. Eche atrás esa maleta.
Los platos rotos se escucharon en el interior del equipaje. Gallardo se hizo de acompañante mientras su salvador camionero intentaba entender el ruido de la maleta. Pasó adelante y encendió el furgón: un casete de corridos sonaba.
-¿Cómo es su nombre?
-Daniel
-Mucho gusto: Gustavo -y extendió la mano.
El apretón fuerte de manos estremeció a Gallardo. Gustavo, le gustó Gustavo. Tenía sonoridad, presencia y sonaba a alguien que se ganaba la vida metiendo cambios. Gallardo bajó la cabeza ante la mirada de Gustavo y puso sus manos entre las piernas para que no se notara su temprana erección. Gustavo metió primera. Brum Brum. Tomaron carretera.
-¿Vos de donde vienes?
-De Honda. Estaba en la casa de un amigo.
-¿Qué es lo que vas a buscar en Medellín? ¿Otro amigo?
-Sí. Hace tiempo que no lo veo y quiero saber de él.
-¿Tenés muchos amigos?
Gallardo sonrió tímidamente y empezó a preocuparse: Gustavo se rascaba una pelota cada vez que hacía una pregunta y ya le estaba resultando imposible desviar la mirada.
-¿Tenés hambre? -rasquiña en la entrepierna.
-Algo -Gallardo tragó en seco.
Para distraerse empezó a tararear los corridos, como si se los supiera, moviendo la cabeza levemente al ritmo de la música. Gustavo lo miraba y sonreía y en su cabeza elaboraba un nuevo cuestionamiento que lanzaba sin prevención.
-¿Vos cuantos años tienes?
-23
-Sos jovencito
-¿Usted cuantos años tiene?
-¿Cuántos me pone? -rascada de huevas.
Daniel tuvo que contenerse para no gritar sesenta y nueve. Se puso a cantar de nuevo los corridos, haciendo cara de idiota y mirando hacia la ventana.
-¿Qué? ¿No te atrevés?
Rápidamente pensaría en un número, un número mágico, cabalístico, que lo sacara de este círculo de signos de interrogación que se clavaban en los testículos de Gustavo y que lo hacían sufrir con una oculta, viajera, erección.
-33. La edad de Jesucristo.
-¿Sos adivino?
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