Preludio
A Belma
Al día siguiente se resentía porque sus sobrinos no le llamaban tía e invocaba el nombre de sus muertos en protección. Los gemelos aparecían, como recién bañados, a la cita habitual, haciendo de las suyas, una vez más, con Daniel. A él lo ponían de un humor decadente: se levantaba tarde, luego de haber dormido pocas horas, desvelado por los alaridos de Belma, y luego alucinando con los gemelos que lo visitaban a diario. Sin embargo, lograba conservar cierto vigor, sobre todo sexual, que desaforaba en frente de los niños. A veces se acordaba de su madre, Mayito, quien también en sueños e ilusiones se le aparecía, negándole la mirada, como decepcionada. Eso le impedía tomar un sueño profundo y le tornaba en alguien silencioso y desprendido, taciturno, que se entregaba a la lectura de reseñas funerarias que aparecían en la prensa. Miraba los nombres de los fallecidos, los pésames de amigos y familiares, y calculaba sus edades en la mente, muchas veces tratando de relacionar sus días de nacimiento con los de sus muertes. Se bañaba al final del día, siempre sumergido en su tina, acompañado invariablemente por los gemelos. En contadas ocasiones los saludó, a pesar de no verlos, y les armó conversación sin recibir ninguna respuesta profunda de la parejita.
Fue entonces cuando Daniel dijo que la bautizaría bajo el nombre de Némesis María, en honor a una muerta desconocida, con cuyo cartel se había topado, pegado a la pared de una casa vieja. La caminata de ese día la había emprendido con su hermano menor, de visita entonces, quien le señaló el cartel en son de burla y fue, realmente, el primero en sugerir el bautizo de la canina. Él la bañó con una manguera y Daniel recitó en voz alta: ‘Yo te bautizo: Némesis María’. Tendrían que repetir el ritual cuando se enteraran de que, de hecho, Belma si le tenía un nombre al animal: Muñeca.
-Yo te bautizo Némesis María Muñeca – y se persignaban los hermanos, muertos de la risa. El menor partiría al poco tiempo, dejando solos a la tía Belma y a Daniel, que armaban telarañas de silencios y delirios.
Se bañaba en el patio, caída la tarde, justo cuando el sol empezaba marcharse; cuando su pudor se agachaba y su verga se izaba como en despedida misal. Como lo beatos en procesión, dándose golpes de pecho. Los gemelos lo miraban excitarse, desde un árbol de chirimoyas, amarillentas y pecosas, así las caras de los niños; tal cual sus sexos: pequeños, pre-desarrollados, a punto de salir volando como pájaros. No se ocultaban para detallarlo. Examinaban a fondo su cuerpo: delgado, nervudo, lleno de líneas y de marcas, pecas aleatorias, planetoides regados. Estrecho de caderas, con piernas flacas y rectas que se clavaban al piso una vez quieto y que casi lo levantaban por los aires cuando el sujeto caminaba. No podría calcularse su verdadera edad, ni vestido ni desnudo, gracias a una mirada infantil, perdida y dolorosa, y a su vez severa e implacable. No obstante, sus anchos hombros y brazos de madera, que exhibía de forma dominante, hicieron que los gemelos presumieran que este joven se acercaba lenta y vigorosamente a una segunda madurez.
Se hacía el de la vista gorda cuando le espiaban y se sumergía acalorado en una tina de metal que ponía en la mitad del patio, cubierto a pedazos de maleza y con lirios en su entrada, y cerraba los ojos para relajarse –y posiblemente masturbarse- mientras los gemelos se acercaban y le hacían correrse bajo las aguas jabonosas del improvisado estanque. Se comían el semen que quedaba entre las burbujas y salían corriendo de vuelta al árbol de chirimoyas. Se perdían entre risas, cuando finalmente el sol se sumergía, y no volvían hasta el día siguiente, a esa exacta hora –siendo algunas veces impuntuales- sin dejar de lado sus gracias para con él: Daniel Gallardo. Descubrió un día que las caricias que imprimía sobre su pene seguían el ritmo de alguien más y no el suyo, que eran llevadas por algo que simulaba una suave brisa, sobre aquellas aguas de espuma de jabón, y que se volvían torbellino al empezar la retirada del día.
Su tía, una viejita solemne de baja estatura, los escuchaba pero se hacía la sorda. Incluso cuando Daniel le hablaba para preguntarle si haría jugo de chirimoya, la tía estaba tan hundida en sus pensamientos, que perdía el oído parcialmente, y escuchaba sólo ecos de todo el mundo: de sus propios recuerdos, de su preocupación y de sus muertos. De sus difuntos, Cayetano y Mayito, marido y hermana; y de los hijos que no pudo tener y se inventó. De sus sobrinos solitarios y perdidos, de ‘mala sangre’, que al morir Mayito ella había heredado, comprometiéndose a proteger sin descanso. Daniel era el segundo de los tres. Los gemelos enloquecieron de celos cuando la atención de la madre recayó sobre el sobrino recién llegado, herido y desolado, y se olvidó para siempre de ellos. Por eso soplaban sobre las aguas de la tina y se lo llevaban lejos de todo lugar conocido. La parejita, macho y hembra, terriblemente amarilla, ya por la luz del sol o de la luna, se burlaba de su madre acechándola en pesadillas que la hacían hablar dormida y llamar el nombre de sus sobrinos incesantemente, como tratando de protegerlos de algún peligro. ‘Daniel, Daniel, Daniel’, repetía más. Él trataba de despertarla, llamándola por su primer nombre: ‘Belma, Belma’, como ronco y a susurros. Nunca la sacaba de su trance pero hacía que se le pasara la habladera un poco. Belma quedaba como rezando en voz baja cualquier misterio sin sentido, espantando las risas de los gemelos, que ahora se escuchaban no en la casa ni en el patio, sino debajo del mar. Un mar en el que se perdía Daniel, en remolinos infinitos.
Al día siguiente se resentía porque sus sobrinos no le llamaban tía e invocaba el nombre de sus muertos en protección. Los gemelos aparecían, como recién bañados, a la cita habitual, haciendo de las suyas, una vez más, con Daniel. A él lo ponían de un humor decadente: se levantaba tarde, luego de haber dormido pocas horas, desvelado por los alaridos de Belma, y luego alucinando con los gemelos que lo visitaban a diario. Sin embargo, lograba conservar cierto vigor, sobre todo sexual, que desaforaba en frente de los niños. A veces se acordaba de su madre, Mayito, quien también en sueños e ilusiones se le aparecía, negándole la mirada, como decepcionada. Eso le impedía tomar un sueño profundo y le tornaba en alguien silencioso y desprendido, taciturno, que se entregaba a la lectura de reseñas funerarias que aparecían en la prensa. Miraba los nombres de los fallecidos, los pésames de amigos y familiares, y calculaba sus edades en la mente, muchas veces tratando de relacionar sus días de nacimiento con los de sus muertes. Se bañaba al final del día, siempre sumergido en su tina, acompañado invariablemente por los gemelos. En contadas ocasiones los saludó, a pesar de no verlos, y les armó conversación sin recibir ninguna respuesta profunda de la parejita.
-¿Por qué están aquí?
-Porque ella es nuestra madre
-Ella es mi tía. Mi madre está muerta –les respondía ofuscado- ¿Por qué no me dejan descansar?
-Porque ella es nuestra madre
-Ella es mi tía. Mi madre está muerta –les respondía ofuscado- ¿Por qué no me dejan descansar?
Los gemelos no respondían más. Se reían y empezaban cualquier juego inocente en la copa del árbol de chirimoyas. Mientras subían iban mostrando sus genitales apagados, para nada colgantes, que asomaban sutil vello. Daniel sospechaba del árbol pero se olvidaba de aquella idea apenas los gemelos le sometían con caricias. Era entonces cuando se ponía duro y los niños venían a mamársela con locura, a masturbarle con rabia, levantando un tierrero en mitad del patio. Los lirios de la entrada alcanzaban a quedar empolvados y debajo de la tierra revuelta. Belma siempre pensó que se trataba de la perra: una chandosa que habitaba amarrada durante todo el día y que era liberada a la hora en que el sol caía. La perra salía como huyendo, desde un cuarto de san alejo al fondo del patio, e iba a dar a los lirios, medio ladrando, medio aullando, siempre jadeante. Daniel había decidido bautizarla tras preguntarle a Belma el nombre del animal.
-¿Cómo se llama la perra?
-¿Cómo? –gritó la tía sorda.
-¿Qué si cómo se llama la perra? –gritó Daniel.
-No sé
-¿Cómo? –gritó la tía sorda.
-¿Qué si cómo se llama la perra? –gritó Daniel.
-No sé
Fue entonces cuando Daniel dijo que la bautizaría bajo el nombre de Némesis María, en honor a una muerta desconocida, con cuyo cartel se había topado, pegado a la pared de una casa vieja. La caminata de ese día la había emprendido con su hermano menor, de visita entonces, quien le señaló el cartel en son de burla y fue, realmente, el primero en sugerir el bautizo de la canina. Él la bañó con una manguera y Daniel recitó en voz alta: ‘Yo te bautizo: Némesis María’. Tendrían que repetir el ritual cuando se enteraran de que, de hecho, Belma si le tenía un nombre al animal: Muñeca.
-Yo te bautizo Némesis María Muñeca – y se persignaban los hermanos, muertos de la risa. El menor partiría al poco tiempo, dejando solos a la tía Belma y a Daniel, que armaban telarañas de silencios y delirios.
Aquella casa parecía que iba a venirse abajo en cualquier momento se sostenía en su estructura de bareque y palma, sin importar los aguaceros cargados de brisa o las inundaciones que acechaban por el patio en aquel mes de agosto. Era como un ente viviente ese lugar. Daniel se conocía de memoria la historia de la casa de Belma. Había sido la primera funeraria del pueblo, propiedad de sus familiares maternos, y hace más de 30 años que su tía se había pasado a vivir allí. Los muertos, entonces, eran conservados en bloques de hielo, esperando la llegada de un ataúd que se hacía según ocurría el deceso de una persona. En el cuarto donde permanecía amarrada Némesis María Muñeca, se hallaban varios pedazos de madera vieja que alguna vez estuvo destinada para hacer cofres mortuorios. Vivía muerta del susto la perra, sobre todo cuando aparecían los gemelos, y sólo les ladraba cuando terminaban su visita y desaparecían ligeros, juntándose con las últimas nubes. Daniel la ignoraba, hasta que un día la vio cavando un hueco, al lado del árbol de chirimoyas, y levantando la mirada hacía él, sin ladrar ni jadear, muy seria, como queriendo ir a buscarlo. Daniel se hincó entonces, al lado de la perra, desnudo, y empezó a escarbar, endemoniado, arrancando con sus manos pedazos de tierra e incluso llegando a las mismas raíces del frutal. Vio a Némesis enfurecerse, oyéndose ya las voces de los gemelos. Pronto bajaron al lado de Daniel, quien exponía su culo al aire, y empezaron a juguetear con cosquillas y nalgadas que lo distraían de su afanada carrera bajo tierra. Empezaron a morderle entonces por todo lado. Némesis les ladraba para ahuyentarlos pero nada hacía. Empezó a correr para captar su atención y los niños la miraron por algunos segundos. Daniel puso entonces sus manos sobre las raíces y logró torcer el árbol desde abajo, tumbándolo a un lado de los lirios, sobre unas piedras. Los gemelos gritaron adoloridos y se tiraron sobre el árbol a llorar. Daniel miró al fondo de la fosa: había huesos pequeños, dos calaveras miniatura y rastrojos malolientes.
-Daniel, Daniel, Daniel –oyó la voz de Belma. Se descubrió desnudo y entierrado, mientras su tía lo buscaba entre el polvorín, asustada por el estruendo.
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