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Isabella

Alexander Lozada caminó hacia la habitación en busca de la coca. También quería servir algo de whisky para Gallardo que se había quedado seco. Volteó y lo vio sentarse en el borde de la terraza. Miraba hacia abajo, con las manos apoyadas sobre el muro de cemento y su vaso vacío a un lado. Sólo había un carro parqueado a la entrada del edificio. Para Alex las noches con Gallardo habían resultado realmente especiales por esa facilidad que tenían ambos de insultarse todo el tiempo y no sentirse ofendidos. Este amanecer, sin embargo, lo encontraba particularmente dócil y le agradó esa sensación. Encontró la coca y dispuso varias líneas sobre la mesa. Miró a Gallardo de reojo y  vio como tomaba con desdén el vaso vacío. Se lo llevó hasta la boca y en busca de algo más de whisky, inclinando su cabeza hacia atrás. El polvo de la coca atravesaba un billete de 20 mil pesos para llegar a la fosa nasal de Alex cuando el cuerpo de Gallardo se iba hacía el vacío. Alex corrió una maratón entre la habitación y la terraza: Gallardo caía inevitablemente, con lo que quedaba de whisky regándose en su cara y su mano izquierda arrancando pedazos de pintura del borde. Para cuando Alex se asomó, ya la figura de Gallardo se precipitaba hacia el pavimento.

Días antes…

Daniel Gallardo era propenso a perder la cabeza por un amor o dos. Estaba su amor por las piscinas infinitas y su creciente amor por la perra. Isabella, esa que lo miraba fijamente mientras daba vueltas en la piscina, remedo de infinita; tratando de mejorar su condición física. Gallardo encendía un cigarro cada vez que salía, aún mojado y casi ahogándose por el par de nados que se había echado. Isabella no le apartaba la mirada: lo despreciaba, sabía lo que ocurría en su cabeza. O al menos eso pensaba el nadador fumador. Sus miradas se entrecruzaban, como en una sexy escena de zoofilia con Gallardo intentando jugar un juego.

-El que aparte la mirada primero o parpadee, tendrá que ir a la piscina –le decía. Atemorizándola con cariño, por supuesto.

Isabella permanecía rígida, erguida, casi royal, mirándolo a los ojos como nadie lo miraba, penetrándolo con su ingenio canino y esperando verlo parpadear. Los dos quedaban en un duelo de miradas que hasta aquella tarde había mostrado siempre como vencedora a Isabella. El par de ocasiones en que la apuesta fue hecha, Gallardo cayó, luego de parpadear tímidamente, a las aguas de la piscina. Se le abalanzaba de inmediato, con tanta fuerza que lo lanzaba hasta el fondo. Pero esta tarde no. Él estaba dispuesto a ganar aunque el clorito no fuera su aliado. La mirada le ardía pero la intensificaba cada vez que sentía que iba a pestañear. Este juego macabro y sensual con la perra ya le había causado bastante estreñimiento a Gallardo. Necesitaba ganar y demostrarle a esta perra que la mandaría a la piscina por puro amor. Para que aprendiera a nadar.

-¿Sabes que Jimbo llegará dentro de poco? –le decía.

La perra no respondía porque los perros no hablan. Sólo mantenía fija su mirada negra y brutal. Daniel Gallardo empezó a erizarse tanto que sonaba y olía a crispeta pero no desfalleció. Pronto llegaría Jimbo, era cierto, no lo decía eso sólo por atemorizarla. A las 5:45 aparecía, sin falla, con tendencia a retrasarse los martes en que disminuía su neurosis. Se escucharon unas llantas aproximándose. Isabella temió. Alcanzó a girar un poco la cabeza. Nunca había jugado a esa hora y  acostumbraba recibir felizmente a su amo.

Los neumáticos sonaban más y más cercanos, un polvorín empezaba a levantarse por la ribera pero Isabella quieta. Y Gallardo aún más. Sus ojos empezaban a aguarse y levantaba el labio del lado izquierdo mostrando su diente canino.

-Isabella… -susurraba Gallardo- Ahí viene…

Pasos en la entrada. Una llave que gira en la cerradura de la puerta. La brisa que espanta la plaga del atardecer. Jimbo saludando al entrar. Isabella petrificada y Gallardo aún con aquella mueca. Jimbo se acerca, sus pasos se escuchan bajando por la escalera de la entrada, haciendo eco, y su voz busca reconocer que hay alguien presente en la casa. A la orilla de la piscina, con el río al fondo, Isabella sabe que perderá, que le tocará lanzarse a la piscina aunque no sepa nadar. Aparece el australiano.

-¡Isabella! –grita con acento agringado.

La perra gira la cabeza. El juego termina.

Jimbo la espera con los brazos abiertos y la piel enrojecida por el sol. Daniel Gallardo le detesta pero aún no lo sabe. Distrae su desprecio dando vueltas en la piscina, hundiendo sus pensamientos en hipoclorito. Lo saluda con un beso en la boca, le habla en inglés como si fuera algo normal, como si estuvieran en su país y el Tolima hiciera parte del novísimo mundo.

-El otro día vi una nutria. Nadaba con la corriente del río. Isabella no paró de ladrarle, creo que quería hacerle compañía –dice Gallardo, mirando a la perra de reojo.

-She doesn’t like water –contesta Jimbo con ese pegajoso acento australiano. El tono de su voz acostumbra acabar rápidamente con las conversaciones, es severo, con prominencia de tés y molesto al oído. Gallardo lo ignora. Le sonríe a la perra sin mostrar los dientes.

Jimbo parece dormido. Eso interpreta Gallardo. Un leve ronquido sale de su nariz blancuzca llena de pelos mal cortados. Daniel permanece inmóvil al lado del viejo, respira forzosamente, mira fijo un punto en la oscuridad de aquella habitación. Si de día los pájaros revolotean y los colibríes juegan alegres en aquél cuarto, debido a su cercanía de la ribera, de noche se escuchan silbidos de culebra, grillos en coro, sapos en orgía y temibles pensamientos de Gallardo. Pensamientos que lo obligan a levantarse lentamente, con sigilo, evitando despertar al viejo Jimbo, evitando despertar a Isabella que ha sido vencida en el juego y que ahora debe pagar. Yace somnolienta en su cuna, al lado de la puerta. Gallardo gatea hasta encontrarla frente a frente, en la oscuridad y sin despegarle la mirada, le dice:

-Es hora

La perra se pone de pie. La cabeza gacha. Gallardo en cuatro patas, la sigue, la hace asomarse a las aguas oscuras de la piscina sin fin. Se escucha el correr del río, los leves ronquidos de Jimbo al fondo.

¡Splash!

Con las manos frías, Gallardo lanza a la perra al agua. Se escuchan ladridos ahogados. Isabella observa la sonrisa desfigurada de Gallardo en la oscuridad, se agota en su pataleo, le entra agua por el hocico. Gallardo permanece en cuatro, disfrutando de su juego con el animal, amando cada instante de su victoria. Presiente a Jimbo. Pero Isabella aún patalea hermosa en el agua, haciendo lo que puede por salvarse, salpicando a Gallardo que se retuerce en gozo.

-What’s wrong? – se escucha el vozarrón de Jimbo.

De un jalón, Gallardo pone a Isabella fuera de la piscina. La perra huye corriendo, mojada, al segundo piso. Lejos de Gallardo. Chilla un poco. Gallardo está erguido y camina hacia la puerta de la calle. Lleva una maleta. Isabella lo mira, gimiendo aún, con el temor de verlo de nuevo o de no volverlo a ver y morir, morir de aburrimiento al lado de Jimbo.
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Versus

Se había lanzado con los ojos cerrados pero ahora veía como la selva se aproximaba. Los primeros segundos había sentido un hueco en el estómago y la sensación de cosquilleo provocada por el fuerte viento. Tras las gafas todo se tornaba rojizo y el panorama, que se adivinaba verdoso, se pintaba de sangre oscura, con un amplio río al fondo que –no lo sabía aún el Doctor Francis Holmmes- arrastraba cadáveres.

La fuerte brisa, provocada por su caída libre a toda velocidad, le hacía mostrar por completo dientes y encías sanas y soltar gotas de saliva. A más de 14 mil pies el único pensamiento del doctor era si su pelo rizado soportaría las inclemencias de la aventura: el viento, la humedad de la selva, las persecuciones de los indígenas. Había aceptado el trabajo sabiendo el precio que su pelo pagaría pero valía cada hebra. Desde el final de la relación con Cessair no había experimentado ningún frenesí que se le igualara; todo le resultaba soso, mediocre, desempalmante. Sus relaciones se habían sumido en un fango del que quería escapar e irse a curar campesinos y nativos en la selva colombiana era la solución perfecta para el aburrimiento. Recordó por un instante los gatos y los tiroteos al lado de Cessair y sintió nostalgia. Abrió el paracaídas entonces.

Se dejó llevar plácidamente y planeó un poco sólo para que los nativos admiraran su estilo. La selva parecía tranquila y sólo los fuertes latidos del Doctor Holmmes permanecían por encima de cualquier otro sonido. Planeó cada vez más cerca de la copa de los árboles e intuyó un aterrizaje perfecto. Más allá de la enramada se veía un claro que podía servir para tocar seguro tierra. Así lo hizo: se fue lentamente deslizando por entre el verde y cayó justo en el punto.

-Mattada –dijo.

Ninguna señal de vida a la vista. Tenía previsto caminar 2 o 3 kilómetros antes de llegar a la población señalada para la visita médica. Llevaba consigo agua, un botiquín con medicamentos y algunos alimentos que le permitirían hacer el recorrido sin mayor apuro. Caía un rocío de las hojas de los árboles y sintió la humedad habitual de la serranía. Pensó que iría hasta el río y aprovecharía para nadar un poco, cruzarlo tranquilamente y secarse caminando hasta el pueblo. La Esmeralda, era como llamaban a ese río lento al que se acercaba Francis Holmmes. En el trayecto no vio más que maleza y áreas con algunos cultivos pobres. Los árboles soltaban sonidos de titíes que su mirada no logró capturar. A unos pasos se encontraba el río.

Empezó a quitarse la ropa y a meterla en el morral. Quedó en calzoncillos ajustados y ató el morral a su cintura: fue entrando lentamente al río hasta que el agua alcanzó a llegarle al cuello. Una brazada, dos; todas esas noches de natación servían poco contra la corriente del río. Empezó a mover las piernas. El agua tenía un sabor y color extraños, parecía contaminada recientemente. Brazada número 15 y más parecía enturbiarse; la movilidad se le dificultaba, llegando a mitad del río, como si una sustancia extraña navegara con mayor fuerza. Más de 30 brazadas y ya alcanzaba la mitad del río, el punto de mayor profundidad y en dónde el río arrastraba sin piedad. Remolinos y esa viscosidad que teñía de rojo y parecía emitir un olor podrido. Vio algo flotar en su dirección y decidió parar. Un cuerpo, sin duda un cuerpo humano se acercaba flotando, muerto probablemente, muerto, de seguro, sin cabeza, parecía, desangrándose, a su encuentro. Sus piernas sintieron un temblor desconocido y temió ser víctima de algún calambre. El cuerpo venía hacía él, desnudo, pensó en moverse pero no podía: estaba paralizado por aquella imagen. Observó a su alrededor y una cantidad significativa de cuerpos flotaban, en dirección sur. Pensó que era observado, que desde algún punto de la rivera lo miraban quienes habían masacrado a esa gente. Se sumergió con los ojos cerrados y se deshizo de sus calzoncillos. Volvió a la superficie para dejarse ir flotando con los cadáveres, flotando sobre la sangre, impulsándose levemente hacia algún lugar de la orilla. No se atrevió a abrir los ojos, temiendo que algún vigilante lo notara, y evadiendo la escena de horror que lo rodeaba. Desde arriba se veía como uno más, aunque fuera el único que podía sentir como los otros cuerpos chocaban contra el suyo.

La rivera estaba cerca pero el Doctor Holmmes la creía a kilómetros. Sus pies tocaron algo de tierra y con velocidad se levantó halando con fuerza el morral. Alcanzó a ponerse pantalones y salir corriendo por entre la maleza ante la advertencia de pasos. Pasos cuidadosos que habían notado su presencia. El doctor aceleró su huida y pronto empezó a correr por entre los arbustos, apartando ramas a su paso.

-¡Alto! –escuchó.

No fue capaz de seguir corriendo. Se detuvo con la certeza de estar siendo apuntado por un arma. Hombres encapuchados empezaron a salir de la selva, rodeándolo y sin dejar de apuntarle con sus fusiles. Hablaban de llevarlo con el jefe, sabían de la llegada del médico y con seguridad habían estado esperado su arribo.

-Soy médico. No disparen.

-Identifíquese –ordenó uno de los encapuchados.

El Doctor Francis Holmmes empezó a entonar una dulce melodía, acapella:

Soy médico
No disparen
Si me matan no podré sanar sus corazones
Histéricos
No me maten
No estoy armado y tampoco tengo calzones

El ritmo de su himno fue acelerándose y el doctor Holmmes empezó a correr de un lado a otro. Los hombres armados hicieron un círculo a su alrededor mientras Francis continuaba cantando.

Vivo en busca de emociones
Vine nadando hasta aquí
Los campesinos necesitaban curaciones
Yo las traje en mi botiquín

Abrió su botiquín en el aire. Algunas jeringuillas saltaron por los aires. Los armados empezaron a girar en torno a Francis haciendo ruido con sus botas. Pararon de repente. Un seco, lento, aplauso se escuchó.

-Te estábamos esperando

Esa voz, esa voz resultó familiar para Francis Holmmes. Ese acento paisa y una sorna constante en cualquier frase pronunciada. De la maleza, la figura de un hombre alto, de espaldas anchas, se acercaba: Cessair Martínez.

-Bajen las armas –ordenó- este es el médico que estamos necesitando para nuestros heridos. Doctor Francis Holmmes, ¿cómo está?

Antes de que Holmmes respondiera a la pregunta con otra canción, Céssair saltó clavando una fuerte patada en el pecho del doctor; haciéndole perder 15 puntos de fortaleza.

-Siempre te gustó joderme –dijo el doctor.

Tomó con una fuerte tijereta el cuello de Céssair, ajustándolo con sus pies. Los hombres volvieron a apuntarle. No había nada que pudiera hacer: si decidía apretar más y matar a Céssair, partiéndole el cuello en dos, los encapuchados lo matarían y hasta follarían con su cuerpo muerto después.
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Chapinero del Amor IV: Phenomena

Una ciudad solitaria en la que sólo se escucha el rugir de vehículos a kilómetros. Arnoldo delira frente al volante: ardiendo en fiebre, mordiéndose los labios, botando grandes gotas de sudor de su calva. A su lado, Saúl Louis tiembla, pero no en estado febril; su apuro es otro: el de salir corriendo, el del temor hacia Chapinero, el temor por el pichirilo averiado de Arnoldo. El vehículo está detenido a dos cuadras largas del edificio en donde vive, ese lugar penitenciario de olor a creolina y con una virgen de 60 de alto a la entrada. ¿Es una virgen del Carmen? No. La virgen del Carmen es como morenita, según recuerda Saúl Louis. Esta debe ser como la María standard; algo así como la Mujer Maravilla de tiara y calzones de estrellitas, sin capa de gala o traje de buceo. La clásica. Sin pecado concebido. Pararse y salir corriendo es una opción al caer la tarde pero Saúl duda por Arnoldo. No ha vuelto a abrir los ojos y sólo sabe que está vivo por los espasmos que tiene cada 5 o 6 segundos. Su boca ha pasado de estar reseca a botar un espumero que alcanza a excitar a Saúl. Podría ser producto del mal de rabia o algo: luego de haber sido mordido por ese perro, hace una hora, Arnoldo había empezado a sudar y a consumir más píldoras de su guantera. Valium y esas cosas, que decía que lo calmaban.

-¿Estás bien? –pregunta sin respuesta.

Los quejidos de Arnoldo ahora se han vuelto una especie de ronquido gutural tenebroso hard-rock-café-Slayer-Korn-Marilyn-Manson. Tal vez lo estaba asustando a propósito fingiendo estar poseído por fuerzas demoníacas. Tanto mensaje subliminal en ese rock pesado que le gustaba y algún tornillo debía tener suelto. Pero así le gustaba y, a pesar de que hoy no le había servido carimañolas al almuerzo, ya sentía que lo amaba. Un sentimiento tan fuerte como ese metal, dañino para los oídos y que sonaba en la… ¿En la radio? En la radio nada. Las convulsiones de Arnoldo que se intensificaban. ¿Y si llamas a Francis Holmmes? El debe saber qué hacer en caso de mal de rabia y eso. Al fin y al cabo es médico. ¿O eso es trabajo de veterinarios? Nunca debieron haber parado para recoger a ese perro que agonizaba en el camino. Nunca nunca nunca. Si no fuera por el perro del mal, ahora Arnoldo estaría amando a Saúl Louis y mordiéndolo sus partes nobles. Escupiéndole la cara con esa saliva pastosa.

No hay comunicación con Francis o nadie más.

Saúl Louis sale a la calle y teme no estar vestido para la ocasión. Hace frío y él sólo lleva un suéter a rayas que no combina con el ambiente sepulcral de Chapinero.  Abre la puerta de Arnoldo y lo ve retorcerse. No es broma: realmente va a quedar viudo antes de tiempo. Lo toma por el brazo y a cuestas lo empieza a mover por la calle. Pasos lentos y Arnoldo en un trance desconocido, delirante, hablando cosas sin sentido. El estado físico de Saúl está siendo puesto a prueba y la llenura del almuerzo no lo deja avanzar rápidamente. Escucha algo parecido a voces que se acercan desde calles arriba y no confía en que se trate de amigos. Los pies de Arnoldo se arrastran y pesa como un saco de anfetaminas. No, no es cierto, las anfetaminas no pueden pesar tanto. Lo lleva en su hombro tratando de no ensuciar el suéter a rayas con las babas de Arnoldo. Una cuadra más y podrán estar a salvo, de lo que sea qué pasa, una vez adentro del edificio: protegidos por la virgencita. De una calle empinada se acerca una turba. La gritería se intensifica a medida que Saúl se mueve con renovada velocidad.

Gente mal vestida, como pobre, que tal vez necesitaba su ayuda en aspectos de moda. Eso  piensa Saúl, tal vez lo que buscan es robarle sus pantalones baggy, sus calcetines azul lapicero, sus calzoncillos de elástico gentil, su bufanda que da tres vueltas. Jamás. Con Arnoldo a cuestas, babeando su hombro, Saúl  trata de moverse en dirección a su casa. Dos, tres puertas más y ahí está la puerta metálica.

-Ok. –suspira Saúl- Las llaves, las llaves. Te voy a dejar un momento recostado, ¿ok?

Arnoldo no responde. Sólo yace a un lado de la puerta mientras Saúl rebusca en sus bolsillos las llaves de la puerta. El gentío se acerca, sucio, maloliente, con un hedor que se percibe desde donde se encuentran, a menos de 30 metros de Saúl y Arnoldo. Ya los han visto y caminan todos fijos en su dirección. Son más de 40, presume Saúl, y tienen sin duda un problema escogiendo sus accesorios: ninguno usa una bufanda, a pesar del fuerte viento, ni las mujeres llevan balacas para evitar que sus cabellos se ricen por el inclemente clima bogotano. Algo pasa. Por el contrario todos han decidido venirse trashy hoy, a pesar de ser viernes.

Saúl apura el cerrojo y con fuerza de mongólico empuja la puerta de metal. La gritería de los malvestidos aumenta así como su carrera. La puerta se abre y Saúl toma por el brazo a Arnoldo. La multitud choca contra la puerta y se escuchan gemidos, roncos, profundos,  parecidos a los que empieza a emitir Arnoldo.

Esto se pone serio, esto realmente se pone serio, Saúl. Esta gente parece sacada de un almacén de rebajas ubicado en el lower Chapinero. La forma en que golpean la puerta no es normal y los gruñidos pueden ser producto de haber comido mucha lechona. Mala señal. ¿Y Arnoldo? Una tos incontenible lo ataca, al pie de las escaleras, haciéndolo botar coágulos por la boca. El hedor de la horda invade el pasillo: un olor a sarna y papaya picha que le revuelve las tripas a Saúl. Toma de nuevo por el brazo a Arnoldo y esta vez lo monta en su espalda. Al fondo de las escaleras está la Virgen inmaculada, orando por todos y llorando sangre.

Empujones en la puerta y Saúl no sabe qué hacer. Toma a Arnoldo por las axilas, oh sexies axilas peludas y sudorosas, y lo sigue arrastrando por las escalas. Hacia la primera estación, con la virgencita. Saúl suda frío y una gota se desliza por toda su espina dorsal, cayendo en la raja de su yuyu y poniéndolo de rodillas. La horda de malvestidos se ha calmado pero el hedor no desaparece. No deben saber lo qué es un Carolina Herrera o un patxuli, si acaso sabrán lo que habrá sido Dorado, el jabón de la belleza colombiana.

-Santa Mujer Maravilla, sin pecado concebido, tú que todo lo puedes: espanta esta gente puerca de mi vista y llévame a salvo con Arnoldo.

La virgen continúa llorando. Sólo se adivinan siluetas por debajo de la puerta, siluetas que se alejan y la gritería que se apaga. Todos sabían que esto pasaría algún día, que Chapinero se llenaría de ñeros y ya no habría vuelta atrás. Tendrían que haberlos eliminado y así no estaría con Arnoldo en esta situación. Que eliminen a los ñeros y de paso le peguen una barrida a las calles, que están bien sucias. Segunda vuelta. Vamos, Arnoldo, ayúdame a subir hasta el apartamento.

Las cosas en el apartamento están fuera de lugar. Todo regado por el piso, toda la ropa revuelta: como si Daniel Gallardo hubiese estado aquí hace poco. Pero es imposible que haya estado porque se había ido de viaje y nadie había vuelto a saber de él. Saúl pone a Arnoldo sobre la cama y lo cubre con una cobija. Ahora parece más tranquilo, ha dejado de sudar, aunque su cuerpo permanece muy caliente. Eso le da ideas a Saúl Louis. Pone un beso sobre los labios babosos de Arnoldo y promete regresar pronto.

-Voy a la terraza a buscar con qué organizar este desorden. Prometo regresar pronto.

A diferencia de su apartamento, la terraza está limpia; recién lavada por un aguacero. Saúl teme asomarse y ver que efectivamente los malvestidos no se han ido. Se hace a un lado del muro y lanza una rápida mirada: el grupo está regado por la calle y miran hacia arriba, como buscando algo. Como buscándolo. Hay un incendio en la otra esquina y el humo empieza a llegar hasta la terraza.  
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Nuevo año contigo

Doceavo piso. 1 de enero de cualquier año cercano al fin del mundo. No queda nadie en las calles del pueblo. Son las 5:56 y aún no acaba de amanecer. Todavía persiste ese color azuloso en el ambiente y adentro, en la habitación, dos hombres: uno de rodillas, el otro de pie.

-¿Sabés por qué no había llegado este momento? –pregunta Alexander Lozada, de rodillas.

-¿Por qué aún no era mi cumpleaños? –replica Gallardo.

-Tiene nombre y apellido: Yesid Cáceres

-Siempre lo supe y entendía que desconfiaras, sobre todo si me la pasaba hablando de él e ideando formas de vengarme. Pero he cambiado…

Daniel Gallardo aspira un poco de coca y se sienta sobre la cama. Evita encontrarse con la mirada de Alex, para poder seguir mintiendo. Alex se pone de pie y vuelve a preguntar.

-¿Querés que te cuente algo?

Las confesiones generaban absurdas erecciones en Gallardo. Asintió y mientras Alex daba vueltas por la habitación buscando otro trago, su imaginación voló, llevándolo a imaginar cualquier terrible secreto acerca de Cáceres o la revelación de un final alternativo para la telenovela de las 8.

-¿A vos te pasó algo de niño? Algo que no quieras recordar pero que esté ahí presente… -volvió a indagar Alex, pasándole un vaso de Whisky a Gallardo.

-No lo sé. Mi niñez fue muy común: frustración, colección de súper héroes, una madre hippie, un padre malgeniado, satanismo y masturbación contra almohadas. Nada del otro mundo. ¿Por qué? –moqueó un poco Gallardo.

-Algo como que tú tío te tocara y te la metiera. Nunca le había contado esto a nadie pero cuando tengo sexo, intento por todos los modos revivir los encuentros con mi tío. Ahí tiene su historia, señor periodista. –Terminó Alex y aspiró una línea de coca sobre la mesa de noche. Gallardo le siguió y dudó en abrazarlo. Se quedó mirándolo fijo y entonces entendió: Alex quería recrear la escena con su tío.

-Pues no sé qué tan bien lo haga yo de tío pero podríamos intentarlo- el final de la frase se alargó tornando la voz de Gallardo en un gemido robótico-erótico provocado por una mamada que Alex le  empezaba a proporcionar. Gallardo se fue inclinando hacia atrás, sin dejar caer la cabeza y observó la escena mientras todo afuera se tornaba rojizo. La terraza era cubierta por extraños rayos solares y el amanecer de ese primer día del año inquietaba a Gallardo.

-Espera –dijo a Alex –Salgamos a la terraza.

Alex se sentó a un lado de la cama y empezó a sollozar. Nunca lo había visto Gallardo tan vulnerable, así que lo tomó contra su hombro y le dijo que creía que estaba enamorado.

-Creo que estoy enamorado –así lo hizo.

Se puso de pie y tomó del vaso de whisky en el que ya se había derretido gran cantidad de hielo. Sorbió un poco e hizo mala cara: el whisky le parecía inmundo y el simple olor lo mareaba. Empezó a desabotonarse la camisa mientras Alex miraba hacia al piso. Gallardo empezó a dar vueltas por la habitación y finalmente se asomó a la terraza. Alex lo siguió. No empezaba aún el calor común del pueblo y una brisita que venía del río movía los árboles y llegaba hasta las axilas de Daniel Gallardo. Había puesto las manos detrás de la cabeza y miraba hacia la rivera, por el malecón, desde la terraza del doceavo piso. Volvió a repetir:

-Creo que estoy enamorado

-Eso ya lo dijiste

-Aquella vez que estuve con Yesid en la playa no se parece en nada a cuándo estuve contigo  y quiero dejar todo claro entre nosotros antes de irme. Estoy hablando desde el corazón, Alex: la conexión que siento contigo es imposible con Yesid, ni está ligada a tu relación con él, ni nada. Es fabuloso empezar este nuevo año contigo.

Alex desabotonaba ahora su camisa y dejaba al descubierto su pecho peludo. Miró a Gallardo con sonrisa torcida y le dio un beso. Las lenguas se revolvieron un rato y los hicieron perder un millón de calorías. Gallardo parecía más delgado que de costumbre y como vio que era bueno dijo: háganse las rayas de perico.

Alexander Lozada caminó hacia la habitación en busca de la coca. También quería servir algo de whisky para Gallardo que se había quedado seco. Volteó y lo vio sentarse en el borde de la terraza. Miraba hacia abajo, con las manos apoyadas sobre el muro de cemento y su vaso vacío a un lado. Sólo había un carro parqueado a la entrada del edificio. Para Alex las noches con Gallardo habían resultado realmente especiales por esa facilidad que tenían ambos de insultarse todo el tiempo y no sentirse ofendidos. Este amanecer, sin embargo, lo encontraba particularmente dócil y le agradó esa sensación. Encontró la coca y dispuso varias líneas sobre la mesa. Miró a Gallardo de reojo y  vio como tomaba con desdén el vaso vacío. Se lo llevó hasta la boca y en busca de algo más de whisky, inclinando su cabeza hacia atrás. El polvo de la coca atravesaba un billete de 20 mil pesos para llegar a la fosa nasal de Alex cuando el cuerpo de Gallardo se iba hacía el vacío. Alex corrió una maratón entre la habitación y la terraza: Gallardo caía inevitablemente, con lo que quedaba de whisky regándose en su cara y su mano izquierda arrancando pedazos de pintura del borde. Para cuando Alex se asomó, ya la figura de Gallardo se precipitaba hacia el pavimento.
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Eroticrisis: Declaración de intenciones

Un año y algo más ha pasado desde que decidí embarcarme en este cuento llamado Eroticrisis. Se supone que en este tiempo debo haber aprendido algo y haber sacado algo bueno de la experiencia: ya sea relacionarme mejor con los que me rodean o ser un escritor más disciplinado y riguroso y menos amante del caos. Sí, claro. Eso es casi como esperar que mis lectores hayan sacado una bella moraleja de mis relatos y que ahora estén en plan de autosuperación, ayudando a viejitas a cruzar la calle, pensando en cómo hacer de sus vidas un ejemplo para los demás y dando las gracias al Divino Niño, luego de cada eyaculación. Para la segunda temporada de Eroticrisis primero decidí una cosa y luego otra. Pensaba, recién acabado el primer ciclo, que el giro sería que los personajes se redimieran y encontraran todos su camino: Daniel Gallardo conocería la diferencia entre amor y lujuria, Saúl Louis dejaría de juzgar a la gente por su vestimenta y pararía de comer frituras, el Doctor Holmmes inseminaría artificialmente a una mujer del África y haría a un lado su racismo y así. Pasó poco tiempo, luego de este primer pensamiento, antes de que empezara a ver que la raíz de Eroticrisis era la experimentación y desechara esa idea inicial. Al final, no me interesaba retratar de forma fiel todo lo que ocurriera en mi vida, -ustedes bien saben que lo que menos me ha interesado es la fidelidad- mi preocupación mayor era jugar, divertirme y aprender a contar de nuevas formas historias cercanas.

Sin importar cuánto intentara explicar a mis amantes del último año de qué se trataba en realidad este blog, siempre resultaba siendo una razón de temor y posterior distanciamiento; ante la supuesta posibilidad de que terminara escribiendo sobre ellos, contando detalles sobre su vida íntima, tamaños, olores, posiciones, pendejadas, traumas, cicatrices. Tantas relaciones –sexuales- bonitas se fueron al caño por culpa de Eroticrisis, que ahora reflexiono y me doy cuenta… Ne, realmente creo que ha valido la pena. Alguna vez un chico del que estuve enamorado, por un minuto o dos, me dijo que no sabía qué esperar de mí y se alejó dejándome con unos boletos para Salitre Mágico comprados.

Algunos otros, en cambio, al enterarse de la existencia de Eroticrisis asumían la posición contraria y hacían todo lo posible por llamar mi atención, contaban sus historias más retorcidas e inverosímiles, sacaban su lado más kinky para seducirme y lograr un espacio en el firmamento de Chapinero del Amor. Tampoco funcionó. Ambos casos eran bastante aburridos y, si bien el alimento de las historias siempre es nuestra cotidianidad, ya no me resultaba tan interesante cogerme a un cristiano y publicarlo al día siguiente. No. Por más que no dejen de seducirme los triángulos amorosos, los traumas infantiles, los prepucios muy largos, las neurosis, los estados de coma emocional, las cicatrices y deformidades, lo imposible, los pantalones de lino, los conductores de grúas, las gargantas profundas, las blasfemias y todas esas bellas cosas que forman este sancocho, la pose de mírame-escribe-sobre-mí-que-soy-un-fenómeno-de-circo, me cansaba. Como si no tuviera suficiente con mis propias taras emocionales y rayaduras de disco innatas, tenía que lidiar ahora con el hecho de que mis relaciones estuvieran condicionadas de alguna manera por el fantasma de Eroticrisis. Un tipo vino a mí -y por ‘vino a mí’ me refiero a venirse sobre mí- y me dijo: Dios te bendiga. Fue cuando supe qué debía parar.

El blog se volvió mi hijo feo entonces: dejé de hablar de él, de presentarlo en sociedad y hasta de sentirme orgulloso por haberlo hecho. Meses después inicié clases con un reducido grupo de escritores que nunca se enteró de su existencia pero durante ese tiempo lo pensaba como un asunto pendiente a desarrollarse: empezar a depilar algunos vellos púbicos sobrantes, extirpar espinillas y hacerse de un potente cambio de voz.
Mis amigos me preguntaban qué había pasado, por qué lo había parado y cuándo volvería a publicar, a lo que respondía con exageraciones diciendo que ya tenía escritos más de 1874 borradores con personajes nuevos y situaciones más reveladoras y escandalosas. Que esta vez arremetería con más fuerza contra los paisas, que incluso hacía fuertes señalamientos políticos y religiosos, en fin. Patrañas. Las páginas de Eroticrisis estaban en blanco y yo no paraba de sentirme en deuda con Gallardo y sus compinches.

Creo que siempre me he identificado con los personajes en conflicto con sí mismos. Es por eso que esta temporada me enfoqué en sólo algunos de los muchos que pasaron por acá, acercándome a su lado más oscuro y profundo. Y no me refiero al ano… solamente. El sexo no lo es todo, señores y para que vean que hablo en serio en este momento elimino 56 páginas de porno casero guardadas en mis favoritos. Delete.
Menos fricción y más ficción. Ha pasado un año y no he aprendido nada excepto que ya no se hacen blogs como éste. Léanlo y compártanlo.
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