Versus

Se había lanzado con los ojos cerrados pero ahora veía como la selva se aproximaba. Los primeros segundos había sentido un hueco en el estómago y la sensación de cosquilleo provocada por el fuerte viento. Tras las gafas todo se tornaba rojizo y el panorama, que se adivinaba verdoso, se pintaba de sangre oscura, con un amplio río al fondo que –no lo sabía aún el Doctor Francis Holmmes- arrastraba cadáveres.

La fuerte brisa, provocada por su caída libre a toda velocidad, le hacía mostrar por completo dientes y encías sanas y soltar gotas de saliva. A más de 14 mil pies el único pensamiento del doctor era si su pelo rizado soportaría las inclemencias de la aventura: el viento, la humedad de la selva, las persecuciones de los indígenas. Había aceptado el trabajo sabiendo el precio que su pelo pagaría pero valía cada hebra. Desde el final de la relación con Cessair no había experimentado ningún frenesí que se le igualara; todo le resultaba soso, mediocre, desempalmante. Sus relaciones se habían sumido en un fango del que quería escapar e irse a curar campesinos y nativos en la selva colombiana era la solución perfecta para el aburrimiento. Recordó por un instante los gatos y los tiroteos al lado de Cessair y sintió nostalgia. Abrió el paracaídas entonces.

Se dejó llevar plácidamente y planeó un poco sólo para que los nativos admiraran su estilo. La selva parecía tranquila y sólo los fuertes latidos del Doctor Holmmes permanecían por encima de cualquier otro sonido. Planeó cada vez más cerca de la copa de los árboles e intuyó un aterrizaje perfecto. Más allá de la enramada se veía un claro que podía servir para tocar seguro tierra. Así lo hizo: se fue lentamente deslizando por entre el verde y cayó justo en el punto.

-Mattada –dijo.

Ninguna señal de vida a la vista. Tenía previsto caminar 2 o 3 kilómetros antes de llegar a la población señalada para la visita médica. Llevaba consigo agua, un botiquín con medicamentos y algunos alimentos que le permitirían hacer el recorrido sin mayor apuro. Caía un rocío de las hojas de los árboles y sintió la humedad habitual de la serranía. Pensó que iría hasta el río y aprovecharía para nadar un poco, cruzarlo tranquilamente y secarse caminando hasta el pueblo. La Esmeralda, era como llamaban a ese río lento al que se acercaba Francis Holmmes. En el trayecto no vio más que maleza y áreas con algunos cultivos pobres. Los árboles soltaban sonidos de titíes que su mirada no logró capturar. A unos pasos se encontraba el río.

Empezó a quitarse la ropa y a meterla en el morral. Quedó en calzoncillos ajustados y ató el morral a su cintura: fue entrando lentamente al río hasta que el agua alcanzó a llegarle al cuello. Una brazada, dos; todas esas noches de natación servían poco contra la corriente del río. Empezó a mover las piernas. El agua tenía un sabor y color extraños, parecía contaminada recientemente. Brazada número 15 y más parecía enturbiarse; la movilidad se le dificultaba, llegando a mitad del río, como si una sustancia extraña navegara con mayor fuerza. Más de 30 brazadas y ya alcanzaba la mitad del río, el punto de mayor profundidad y en dónde el río arrastraba sin piedad. Remolinos y esa viscosidad que teñía de rojo y parecía emitir un olor podrido. Vio algo flotar en su dirección y decidió parar. Un cuerpo, sin duda un cuerpo humano se acercaba flotando, muerto probablemente, muerto, de seguro, sin cabeza, parecía, desangrándose, a su encuentro. Sus piernas sintieron un temblor desconocido y temió ser víctima de algún calambre. El cuerpo venía hacía él, desnudo, pensó en moverse pero no podía: estaba paralizado por aquella imagen. Observó a su alrededor y una cantidad significativa de cuerpos flotaban, en dirección sur. Pensó que era observado, que desde algún punto de la rivera lo miraban quienes habían masacrado a esa gente. Se sumergió con los ojos cerrados y se deshizo de sus calzoncillos. Volvió a la superficie para dejarse ir flotando con los cadáveres, flotando sobre la sangre, impulsándose levemente hacia algún lugar de la orilla. No se atrevió a abrir los ojos, temiendo que algún vigilante lo notara, y evadiendo la escena de horror que lo rodeaba. Desde arriba se veía como uno más, aunque fuera el único que podía sentir como los otros cuerpos chocaban contra el suyo.

La rivera estaba cerca pero el Doctor Holmmes la creía a kilómetros. Sus pies tocaron algo de tierra y con velocidad se levantó halando con fuerza el morral. Alcanzó a ponerse pantalones y salir corriendo por entre la maleza ante la advertencia de pasos. Pasos cuidadosos que habían notado su presencia. El doctor aceleró su huida y pronto empezó a correr por entre los arbustos, apartando ramas a su paso.

-¡Alto! –escuchó.

No fue capaz de seguir corriendo. Se detuvo con la certeza de estar siendo apuntado por un arma. Hombres encapuchados empezaron a salir de la selva, rodeándolo y sin dejar de apuntarle con sus fusiles. Hablaban de llevarlo con el jefe, sabían de la llegada del médico y con seguridad habían estado esperado su arribo.

-Soy médico. No disparen.

-Identifíquese –ordenó uno de los encapuchados.

El Doctor Francis Holmmes empezó a entonar una dulce melodía, acapella:

Soy médico
No disparen
Si me matan no podré sanar sus corazones
Histéricos
No me maten
No estoy armado y tampoco tengo calzones

El ritmo de su himno fue acelerándose y el doctor Holmmes empezó a correr de un lado a otro. Los hombres armados hicieron un círculo a su alrededor mientras Francis continuaba cantando.

Vivo en busca de emociones
Vine nadando hasta aquí
Los campesinos necesitaban curaciones
Yo las traje en mi botiquín

Abrió su botiquín en el aire. Algunas jeringuillas saltaron por los aires. Los armados empezaron a girar en torno a Francis haciendo ruido con sus botas. Pararon de repente. Un seco, lento, aplauso se escuchó.

-Te estábamos esperando

Esa voz, esa voz resultó familiar para Francis Holmmes. Ese acento paisa y una sorna constante en cualquier frase pronunciada. De la maleza, la figura de un hombre alto, de espaldas anchas, se acercaba: Cessair Martínez.

-Bajen las armas –ordenó- este es el médico que estamos necesitando para nuestros heridos. Doctor Francis Holmmes, ¿cómo está?

Antes de que Holmmes respondiera a la pregunta con otra canción, Céssair saltó clavando una fuerte patada en el pecho del doctor; haciéndole perder 15 puntos de fortaleza.

-Siempre te gustó joderme –dijo el doctor.

Tomó con una fuerte tijereta el cuello de Céssair, ajustándolo con sus pies. Los hombres volvieron a apuntarle. No había nada que pudiera hacer: si decidía apretar más y matar a Céssair, partiéndole el cuello en dos, los encapuchados lo matarían y hasta follarían con su cuerpo muerto después.

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