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Daniel Gallardo y el bailarín que le robó el corazón

Ya no recordaba el último sueño que había tenido. Era la segunda noche en que una erección lo mantenía despierto y andando, andando con espasmos en la cadera que no lograba controlar sino bailando. Moviendo la cintura, le daba lo mismo si se trataba de una regular bachata o del electro-indie-rock que tanto le excitaba, hacía círculos con su pene tieso, escribía nombres en el aire. Yesid, Nancy, Nostradamus, Isabella: en este último se dejaba llevar por las eles, repetidamente, hacia atrás y adelante, como follando con el éter, como follando con la nada, como follando con el mismísimo espíritu santo. Ele-ele ele-ele ele-ele dele, papi, dele. Aquella parola incontenible se hacía notoria con el baile pero no en la oscuridad. No en el rumbodromo de maricones repleto a las 2:01 a.m. De seguro el último de los sueños de Daniel Gallardo había sido bailando, así, sin ritmo. Convulsionando y hablando en lenguas, invadido por una gloria y arrechera inexplicables. A su lado, tratando de comprenderlo todo, se encontraba Saúl Louis, retratando con su mirada a cada uno de los infelices que bailaban a su alrededor, mal sintonizados, mal vestidos, entre aquella humareda discotequera. Revisaba también el frenesí de Gallardo, sus ganas de perder la cabeza, su ánimo bailarín que lo ayudaba a no enloquecerse. Un par de ojeras que empezaban a dibujarse tímidamente en su cara flaca, como dos nuevas fosas nasales, recién dibujadas, abriéndose paso por debajo de sus lentes, grandes, cuadrados, de montura negra. Deseó varias veces, Saúl Louis, que su amigo cayera dormido para no tener que soportar aquella tortura en forma de ele. Gallardo se agarraba la cabeza con la mano derecha para no pensar y mantener el equilibrio, atrapado en ese ritmo desconocido. ‘Que se hiciera la paja o algo así’, pensaba Saúl, ‘como aquella vez en que lo hizo y terminó llorando’, y movía la cabeza en negativa. Decidió entonces, en el nombre de Isabella, - que seguía acumulando infinitas eles en el aire- largarse de ahí.

-Me largo de aquí -dijo Saúl Louis, casi gritando.

Gallardo apenas se enteró de su partida. Continuaba atrapado, haciendo pucheros y con los ojos bien abiertos, metido en un trance vudú. Las probabilidades de que saliera de aquella posesión eran cero. A menos que apareciera de la nada un hombre bien formado, -en el buen sentido de la palabra- de contextura delgada y con actitud desdeñosa. Lo de la contextura delgada era un particular antojo de Gallardo en esta particular segunda noche de insomnio. Todos sabían que era un chubby-lover y que esa preferencia sólo iba a cambiar cuando cumpliera los treinta y/o se engordara. Las probabilidades de que Gallardo saliera del lugar en una ambulancia eran del cien por ciento pero como el amor, el hambre y las ganas de ir al baño no se separan, Gallardo decidió parar. Algo lo detuvo: no se supo si el amor, el hambre, las ganas de ir al baño o las tres. Lo cierto fue que giró, en efecto Matrix, y enfocó, saliendo de la nada -a la que hasta hace pocos segundos se cogía- al hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa, que buscaba. Parecían haberse enfocado al tiempo, parecían enamorados y desnutridos ambos. Gallardo se quedó quieto, de pie, temblando sobre su eje, mientras el hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa continuaba bailando. Gallardo se le acercó gallardo, con un hombro inclinado, durante los cuatro pasos que dio, producto de un peso imaginario. Empezó a bailarle cerca, con la respiración contenida y mirando hacia al suelo: o hacia la erección que le arrimaba al muslo. El hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa, sonreía con desdén y ofrecía su pierna de pollo calientahuevos, como un amo a su perro en celo.

-¿Qué busca? -preguntó el hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa.

- Busco un bailarín que me robe el corazón -se le ocurrió a Gallardo.

- Lo siento latir -dijo el hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa, poniendo su mano en la entrepierna de Gallardo. Las luces de la disco se habían tornado de un púrpura cabaretero y aprovechando el comentario de su recién conocido, Gallardo empezó a hacer palpitar su miembro a voluntad. ‘1, 2, 3’, pensaba con cada palpito. Pensaba además en que, si bien él mismo no sabía donde estaba su corazón, por lo menos ese hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa, había ubicado algo de similar naturaleza sanguínea y que zumbaba al ritmo del chispún. Tenía derecho a robárselo entonces.

-Me gusta su aspecto -susurró el hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa, al oído de Gallardo. O eso creyó oír, porque en realidad la música era tan fuerte y los pensamientos de Gallardo tan confusos que le tocó inventarse cualquier cosa para rellenar esta línea. Sus orejas grandes, siempre prestas para escuchar obscenidades, en aquel momento sólo servían para ser mordidas y dar albergue a seres microscópicos. Bien pudo tratarse de una frase como: ‘Me gusta su espectro’ (?) o ‘Me asusta su erecto’ (?). Gallardo intentó armar conjeturas inservibles tras 42 horas, 25 minutos y 53 segundos de insomnio y calentura. El hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa se separaba -por fin- del roce de la entrepierna de Gallardo. Lo miraba, ahora, como si le leyera la mente y los pensamientos confusos lo sedujeran. Lo tomó del brazo y lo hizo acercarse de nuevo, en un movimiento brusco que sacó a Gallardo de su baile-escritura de nombre en el aire.

-Vámonos de aquí -esta vez si escuchó lo que dijo.

Un nudo de maricones se adivinaba más adelante en la pista de baile. El hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa apartaba mariquitas y maricones para hacerse paso junto a Gallardo, quien aprovechaba para rozar su erección, generando terror y sorpresa, entre la multitud. En el punto más cerrado de aquella barrera humana, de pantalones ajustados y camisetas mangas ziza, se encontraba alguien bailando. Todos los más cercanos lo observaban creando aquel nudo al que, dificultosamente, Gallardo y el hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa, se acercaban. Ya en el punto más limítrofe, donde transpiraba aquel bailarín anónimo; capturando las miradas de quienes giraban a su alrededor, Gallardo se detuvo y empezó a desinflarse su erección. Soltó la mano del hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa, y miró hacia adelante: el centro de la discoteca se ensanchaba al ritmo que imponía aquel delgado bailarín. Sus movimientos lentos pero espontáneos fueron interrumpidos por un empujón del hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa, cuyo nombre no sería revelado ahora ni mucho menos después de la siguiente sentencia:

-Ya había olvidado cuán violento se podía tornar esto –dijo el bailarín enfocando fijamente a Gallardo. Sus palabras, sin embargo, no iban dirigidas a él, ni al hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa que lo había empujado, ni a su público: habló para sí, como quien comparte un secreto con el aire. La mirada se sostuvo durante los segundos en que les tomó pasar por el centro del torbellino y Gallardo alcanzó a girar su cabeza temiendo no volver a ver a aquel bailarín. La imagen se le quedó pegada a la frente por los cerca de 30 escalones que lo acercaban a la salida del lugar, acompañado, por supuesto, por el hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa.

-¿Qué pasa? -preguntó el susodicho.

-Creo que estoy enamorado

-Es muy halagador todo lo que dices. Espera que te voy a enamorar de verdad - y el hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa le puso un beso en los labios, a un pie de la salida.

-No -dijo Gallardo cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza -Realmente creo que estoy enamorado. Del tipo que vimos abajo. Ese bailarín me ha robado el corazón. Estoy seguro que me está esperando abajo. Debo ir a verlo. Cuídate.

Y sacudió su mano en despedida. El hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa maldijo a Gallardo y a Juan Luis Guerra por haber compuesto bachatas que propiciaban el baile con roce de entrepiernas. Gallardo ya iba en retirada y su corazón palpitaba tan rápido como podía. Las escaleras de regreso, tropezando con todos en su camino, fueron eternas y resbalosas. Ya en el último escalón, Daniel Gallardo se deslizó cayendo de espaldas y golpeando el piso con lo que le quedaba de culo.

-¡Descalificada! -dijo cualquier maricón adicto a los concursos de belleza.

Gallardo apenas pudo levantarse: uno de sus pies se había doblado y lo hacía cojear. Se fue tambaleando hacia la izquierda mientras apartaba a más y más gente, el nudo infinito, satélites homosexuales que giraban entorno al bailarín que le había robado el corazón. El bailarín miraba hacia su horizonte o hacia el peinado de algún emo. Gallardo ya estaba en el centro de la circunferencia, justo enfrente del bailarín. Lo tomó de las mejillas y le plantó un beso seco, intenso, como de final de temporada.

-Vámonos de aquí -le propuso, entre babas.

-Los emos nunca se van a acabar, ¿verdad? -le respondió el bailarín.

Gallardo le tomó de la mano y con la otra se hizo paso por entre el sudoroso gentío, rumbo a la salida alterna. El hombre bien formado, de contextura delgada y actitud desdeñosa los seguía -ahora lo notaban - con la certeza de alcanzarlos. ¿Podía tratarse de una típica persecución de triángulo amoroso o de puras alucinaciones? Gallardo pensó que si se trataba de algún reclamo lo resolvería diciendo que si cada mes podía cambiar de apariencia ¿por qué no de parecer? Ya en la calle, el bailarín reaccionó como un gato ante las luces.

-Lo siento: se me dilataron las pupilas. Pero te veo a ti. Hola. Me gusta como te ves. Me gusta tu camiseta.

-A mi me gusta también tu camiseta irregular. Deberíamos intercambiarlas, como los futbolistas -desapareció el sentimiento de persecución para Gallardo- ¿Cuál es tu nombre?
-Juan

-¿Juan?

-Juan

-¿Cómo es que alguien como tú puede llamarse simplemente Juan? ¿No te has visto en un espejo?

-Juan del Carmen. Mi nombre completo es Juan del Carmen. A veces me identifico más con Carmen que con Juan -y sonrió con ojos de gato satisfecho. Sus bigotes, mal afeitados a posta, se tiñeron de cobre y Gallardo no pudo evitar clavarle otro beso a Juan del Carmen y luego pedirle que apuraran el paso.

-Entonces, Juan del Carmen. ¿A dónde vamos?

-Vamos a ese sitio en el que voy a estar bailando hasta al amanecer para luego dejarme llevar a donde tú quieras. Búnker, se llama. Espero que hoy no haya tanta gente heterosexual. Son tan violentos ¿sabes? No te hacen espacio para bailar y andan tropezándose con todos. Torpes y violentos.

Gallardo sonreía encantado por aquel príncipe queer, idealista y de buenas maneras, que saltaba de un tópico a otro sin mayores problemas.

-Es como el final de ‘Girl Interrupted’ todo es acerca del look y el corte de cabello de Winona Ryder, ¿no? Cambias de look, cambias de parecer.

Los ojos de Gallardo se iluminaron. Juan del Carmen parecía tener ese sabor a decepción y los zapatos rojos que tanto le gustaban en alguien.

-Tienes una agujeta suelta -le dijo Gallardo, sonriendo, perdido.

Justo frente al sitio donde planeaban bailar hasta el amanecer, Gallardo esperó a que Juan del Carmen amarrara sus cordones. Había cruzado la calle y estaba en la puerta de Búnker. Se escucharon sirenas a lo lejos y un rechinar de neumáticos que hizo girar las cabezas de los amantes, separados por una callejuela encharcada. El automóvil perseguido, veloz, pasó mojando a Gallardo. Juan del Carmen fue tomado de la mano por alguien al interior del bar y ahora un par de patrullas policiales hacían disparos en persecución, mientras Gallardo goteaba aguas negras y trataba de limpiar sus lentes. Escuchó las sirenas y los disparos y decidió salir corriendo, enceguecido por el agua sucia de Chapinero. Fue recuperando la vista, puso de nuevo sus lentes, para cuando quiso girar a la izquierda y tomar el desvío de la esquina. Recordó a Juan del Carmen y decidió devolverse a buscarlo. No lo vio por ningún lado. Por el contrario notó que la primera patrulla se dirigía en su misma dirección. Volvió a emprender la huida. Dos, tres cuadras. Ya no escuchó las sirenas.

Gallardo cojeaba aún y su ropa estaba manchada por las aguas callejeras. ¿Cómo era posible que huyera en aquel momento? Ni el mismo autor de estas líneas podría determinarlo. No se trataba de el temor a la muerte o del baño de zanja que había recibido, de eso estaba seguro Daniel Gallardo. La huída, siempre había sido una sensación familiar. Juan del Carmen. Se devolvería a buscarlo, pensó. Se quedó mirando el semáforo, esperando a que le diera el paso. Volvió a enfocar la calle: en la acera de enfrente un hombre de baja estatura lo miraba fijamente.
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Chapinero del Amor III: Esto es lo que me pasa por amarte

‘Así que se trata de ser dark, no drag, Saúl Louis. Así que a recordar tu top ten de temas rockeros:

1. Abba - Dancing Queen
2. Selena - Amor Prohibido
3...’

III

Mala idea, Saúl. Tal vez deberías contarle a Arnoldo la historia de tus sextos dedos, algo un poco freak, de outsider. Contarle como siempre ocultas las cicatrices al lado de tus meñiques, las marcas que te dejó la operación a la que fuiste sometido de recién nacido, cuando se dieron cuenta de que te habían parido con seis dedos en cada una de tus extremidades. Qué anormal. Eso es muy Korn. El médico, por andar mirándole las tetas a la enfermera, hizo un mal corte en tu pie derecho y retiró tu quinto dedo a cambio del sexto sobrante. Desde entonces tu madre te prohibió usar sandalias y hacer evidente tu anormalidad: una amplia separación, con cicatriz a bordo, entre un dedo y otro. Sí, eso deberías contarle, eso es muy drag. Digo, DARK. Dark Saúl. Por lo menos no eres de esas personas que no sabe distinguir entre el beso negro y el beso de la muerte. Proporcionar placer en la retaguardia: beso negro. Regalar calzoncillos: beso de la muerte. ¿Cuál es más dark? Posiblemente alguien auto-medicado con prozac lo sabría. Deberías contarle lo de tu gusto por el sado, ya que el cuero es un material de moda por estos días. Eso es terriblemente drag. El cuero y los taches que oxidados pueden causarte tétano. Podrías citarle varias formas de darle brillo al cuero, algo bien explícito, bien drag, digo: dark. A cuero limpio. Como en esas películas que ves. Bareback. Y si te invita a fumar del cigarro que sostiene ahora; tú podrías decirle que lo harás, pero que prefieres cosas más fuertes, más dark, como el betún y -cuando no hay- el mentol con café con leche, para quitarte las ansías y la necesidad compulsiva de tratar de comprarlo todo y a todos. Eso es supremamente drag.


Entonces, toma una bocanada Saúl Louis y pásale el humo a la boca mientras conduce y te lo agradecerá más tarde con almuerzos generosos, con doble ración de carimañolas, que te dejarán a reventar. De postre, Arnoldo te dejará noticas con palabras cariñosas como ‘mi cerdito’, que te causarán nerviosismo y te aventarán el estómago.

Para complacerlo también puedes pintar tus uñas de negro y empezar a vestir como él. Todo oscuro. Desechar todo lo que no sea azabache de tu guardarropa y dejarte crecer la barba y pintarte las uñas de negro, dos y tres capas, y ponerte sombra en los ojos y gruñir mientras te muerde las tetillas. Eso es muy drag. ¿o dark? Puedes enseñarle tu lado más sucio, Saúl. Míralo: está hambriento, como tú, de carne de carimañola, de sexo con arequipe. Míralo como se saborea la punta del bareto, como destroza cada verso de esa canción de Placebo que no conoces y la hace añicos con sus dientes de vampiro, haciéndole brotar, cual sangre,  salsa de tomate restaurantera.

Este viaje a Chapinero del Amor, de vuelta a esa pérdida civilización homo, talvez sea el inicio de algo hermoso, Saúl. Como lo has estado buscando. Algo que te abra desde adentro, que te haga vestirte todo de negro y gritarle a Arnoldo y a todo Chapinero del Amor: ‘¡Esto es lo que me pasa por amarte!’.

Continuará...
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Chapinero del Amor III: Saúl comprendió entonces porque le llamaba pichirilo

Chapinero no era lo mismo desde la última temporada de insomnio de Daniel Gallardo, la partida de Evan Rincón y el retiro del cuadro del inmenso Cristo que miraba hacía la séptima. Y no volvería a serlo aún más luego de que Saúl Louis aceptara subirse al automóvil de Arnoldo, tres horas después de digerido el Suchi. Arnoldo lo recogió, al final de la tarde, en el semáforo donde siempre lo había visto.

II

-Hey

-¿Qué?

-Súbete. Rápido, que está en verde

Saúl comprendió entonces porque le llamaba pichirilo. Era un carro pequeño, verde -como la luz del semáforo hace dos segundos- y lleno de chirridos. En la radio: Jonathan Davis gruñía.

-Mira en la guantera -solicitó el mese-rock.

Saúl obedeció y frente a él se derramó un mundo de colores en grageas.

-Pásame un prozac -volvió a solicitar.

Esta vez Saúl temió por su vida. Y le gustó esa sensación. De la guantera tomó el prozac y lo puso en los labios de Arnoldo, debajo del bigote. Los ojos del mesero se abrieron y, sacudiendo su cabeza al ritmo de Korn, se tragó la pastilla. Saúl se sintió malo, desafiante, como si tuviera los calzoncillos cagados, y sacó la lengua al estilo Kiss.

-Me gustas -continuó Arnoldo -Espero que no seas de los que escucha Britney.

Saúl tragó en seco y recordó aquella vez en que Daniel Gallardo despreció su gusto por Britney.

-Para nada. La única Britney que me gusta es la calva -mintió Saúl Louis.

Arnoldo se acarició la suya, sonrió como el desequilibrado adicto a los antidepresivos que era y besó a Saúl. Las guitarras eléctricas chirriaron a la par del freno del pichirilo. Arnoldo encendió un bareto y empezó a fumarlo mientras conducía.

‘Así que se trata de ser dark, no drag, Saúl Louis. Recordemos tu top ten de temas rockeros:

1. Abba - Dancing Queen
2. Selena - Amor Prohibido
3...’
Continuará...
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Chapinero del Amor III: Let's Rock

I
Esperaba con ansías la hora del almuerzo, no sólo porque lograba calmar el hambre incesante que hacía retorcer sus tripas, sino porque tenía la oportunidad de verlo. Por primera vez, nada tenía que ver la comida en esto: el sentarse a la mesa a esperar que Arnoldo, el mesero rockero, se acercara para tomar el pedido, lo dejaba más que satisfecho. Tampoco se trataba del menú especial de aquel viernes de octubre que Arnoldo leía:

- Se le tiene:
1. Suchi: Se le tiene suuuuchicharrón en cazuela de fríjoles
2. Menú estudiantil: Se le tiene con principio de calabacín
3...

La ronca voz de Arnoldo hizo inclinar a Saúl Louis por la primera opción, antes de escuchar la tercera. Era un gruñido casi gutural que le recordaba a los cerdos. Suchi, entonces, sería el almuerzo de hoy, acompañado de jugo de tamarindo y un guiño de ojo de Arnoldo. ‘¡Un momento! ¿Te guiñó el ojo o lo alucinaste, como aquella vez en que las carimañolas te sonrieron, guiñaron el ojo y con sus manitas te hicieron señas invitándote a devorarlas?’, pensó Saúl. Arnoldo había tomado el pedido y, en efecto, guiñado su ojo y con 40 grados de inclinación de su sonrisa había logrado levantar su bigote y preguntarle a Saúl:

-¿Te le encimo un chorizo? -y soltó la carcajada.

Saúl bajó la cabeza apenado, sin saber si llorar o sonreír o salir corriendo. Era evidente que Arnoldo conocía su gusto por el chorizo y, el eco de la carcajada que retumbaba mientras se alejaba con el pedido, llenaba de mariposas el estómago de Saúl. Miró hacia la mesa de al lado y vio en el plato del comensal a un bizcocho sonriente, hecho de yuca, amarillito, relleno de queso, que le sonreía con grandes pestañas y que con su crocante manita le hacía un llamado. ‘Ven, ven, cómeme. Estoy llena de queso’, le decía, mientras se abría con la otra manita el cuerpo para confirmar su afirmación: rellena de queso.

-Se le tiene Suuuuchi al caballero -fue interrumpido el viaje gástrico de Saúl. Arnoldo volvía con el pedido.
-Gracias
-Hey
-¿Qué?
Arnoldo se acarició la calva y levantó de nuevo el bigote.
-Trabajas por acá. Siempre te veo cuando salgo. Un día de estos te llevo en mi pichirilo…
-¿En tu qué? -Saúl se arrepintió de preguntar.
-En mi carro. Hoy te podría llevar. Creo que ambos vivimos en Chapinero…

Chapinero no era lo mismo desde la última temporada de insomnio de Daniel Gallardo, la partida de Evan Rincón y el retiro del cuadro del inmenso Cristo que miraba hacía la séptima. Y no volvería a serlo aún más luego de que Saúl Louis aceptara subirse al automóvil de Arnoldo, tres horas después de digerido el Suchi. Arnoldo lo recogió, al final de la tarde, en el semáforo donde siempre lo había visto.

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Sos Gallardo: ¿Sos adivino?

-¿Sos adivino?

Gallardo alcanzó a retorcerse en su puesto y de un bolsillo sacó un par de lentes oscuros que evitarían delatar su mirada. Se los puso y agachó la cabeza. El fade-out de un corrido daba paso a un ligero silencio que sería cortado por una batería que anunciaba el comienzo de un rock. En español. Gallardo identificó de inmediato la melodía y quiso abrir la puerta y lanzarse al caliente asfalto. Los Prisioneros sonaban con algún tema de carga pseudo-política ochentena que los autoproclamaba como ‘sudamerican rockers’. En inglés. Gallardo tuvo que evadir la idea del suicidio para ser invadido por las lágrimas, llanto incontenible que le producía la música de Los Prisioneros. A alguien le había escuchado que todo se trataba de la musicoterapia, que algunas canciones simplemente, de la nada, podían liberar lo peor que había en ti.

-¿Qué pasa?
-Esta música me pone algo emocional. ¿Podríamos cambiarla?

Los lentes oscuros fueron retirados y también el rock latino. Gallardo se recostó en su silla ante los ojos curiosos de Gustavo que se turnaban para verlo y al tiempo observar el camino vacío.

-¿Y tenés muchos amigos paisas? -volvió a indagar.
-Por supuesto. Son mi región favorita -mintió Gallardo -Es increíble como Botero, por ejemplo, se ha reinventado como artista tantas, tantas, veces: pasó de hacer bocetos de gordas a pintar gordas. Wow. ¿Y qué hay de aquella mujer paisa que se tragó un cepillo de dientes? ¿No es un orgullo para esa región que exista alguien con tales destrezas físicas?

No era la primera vez que su lengua lo metía en problemas. Ya como lameculos o periodista o crítico pornográfico, lograba encontrar las palabras precisas para herir susceptibilidades y poner de manifiesto su radical punto de vista y aburrimiento. Gallardo se quedó mirando al frente, al parabrisas, y notó cómo la carretera ardía bajo el sol del Tolima. Gustavo lo miró con desprecio y lanzó otra pregunta acompañada de aquel tic testicular.

-¿Qué llevás en la maleta?
-Mi maleta está llena de recuerdos, de paisajes, del dolor de un mal amor…
-Yo sé qué llevás, gonorrea. Llevás marihuana. ¿Cuánto cargas?
-Si lo supiera, no te lo diría

Gustavo frenó el furgón y tomó a Gallardo por el cuello. Lo sacó por su misma puerta de un empujón y, siendo las 4:56 de la tarde, le dijo:

-Vos te quedás callado

No fuera que la policía los parara en cualquier retén, decidiera inspeccionar y la gran bocota de Gallardo develara el nuevo escondite de los incalculables kilos de marimba: condones que sirvieron de envoltorios para la yerba, siendo llenados por Daniel Gallardo y el conductor llamado Gustavo; ahora partners in crime. Luego de silenciado Gallardo, Gustavo le propuso un negocio: ‘Vos te quedás callado, llenás esos cauchitos con toda la bareta y yo te llevo a salvo hasta Medellín’. Gallardo concluyó que no había mejor negocio para salvar su delatado, moreno, pellejo y en silencio tacó los profilácticos con marihuana. Durante aquella embarazosa pero entretenida labor, realizada a un lado del camino, Gallardo descubrió que un vello púbico de un pelirrojo era la razón de toda esta aventura y ocupaba un espacio especial en su maleta. Entre todos los platos rotos, el kilo de marihuana y las tiras y tiras de condones, que ahora rellenaba con droga, se encontraba un pelillo proveniente de la entrepierna de El Pelirrojo.

Continuará...
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Sos Gallardo: ¿Ése o ése?

En algún punto del Tolima…

Cargaría con esa única maleta, lo había decidido. El calor era demasiado sofocante y una huida debía planearse con poco equipaje. También había tomado la decisión de irse a Medellín, a buscar a Yesid Cáceres y encontrarlo, talvez, en los cuerpos de sus amantes. La venganza no era un plato fácil de digerir para Daniel Gallardo: ya no recordaba muy bien cual era el motivo por el cual sentía que Cáceres debía pagar por todos los platos rotos. Sabía que había unos calzoncillos sucios de por medio, un ex amante de Cáceres llamado Alexander Lozada y cuarenta tiras de preservativos que había recibido como regalo de cumpleaños. Ese incómodo olor del látex se revolvía con el del cargamento de marihuana que se cocinaba en su maleta, bajo aquel infierno a un lado del Magdalena. La noche anterior había discutido con Jimbo y logrado caer en cuenta de que su condición de lisiado emocional sólo tenía una explicación: follarse a Cáceres había sido follarse al mundo y, por tanto, era necesario rebobinar el casete. Volver a donde se había generado todo, a la tierra sefardí, a buscar y encontrar a Cáceres, tal vez, a través de otros amantes. Por eso los condones. Pero el panorama no era muy motivador en la carretera: todos los buses iban llenos, por ser víspera de fin de año, y la oportunidad de dejar aquel caluroso terminal era remota.

-Hay un puesto… Si le interesa… -le dijo un hombre a su lado.

Gallardo vio a un hombre que se rascaba copiosamente los huevos a un lado de un furgón y pensó que era una buena señal. Tenía espacio extra en la parte delantera de su camión y quería saber si alguien estaba interesado en sentarse en él. Por supuesto, Gallardo corrió arrastrando su maleta y le ofreció cualquier suma al ardiente camionero.

-Pero vos no sos de Medellín
-Voy a buscar a alguien y sigo hasta la costa -respondió Daniel Gallardo- ¿Me lleva entonces?
-Hágale. Eche atrás esa maleta.

Los platos rotos se escucharon en el interior del equipaje. Gallardo se hizo de acompañante mientras su salvador camionero intentaba entender el ruido de la maleta. Pasó adelante y encendió el furgón: un casete de corridos sonaba.

-¿Cómo es su nombre?
-Daniel
-Mucho gusto: Gustavo -y extendió la mano.

El apretón fuerte de manos estremeció a Gallardo. Gustavo, le gustó Gustavo. Tenía sonoridad, presencia y sonaba a alguien que se ganaba la vida metiendo cambios. Gallardo bajó la cabeza ante la mirada de Gustavo y puso sus manos entre las piernas para que no se notara su temprana erección. Gustavo metió primera. Brum Brum. Tomaron carretera.

-¿Vos de donde vienes?
-De Honda. Estaba en la casa de un amigo.
-¿Qué es lo que vas a buscar en Medellín? ¿Otro amigo?
-Sí. Hace tiempo que no lo veo y quiero saber de él.
-¿Tenés muchos amigos?

Gallardo sonrió tímidamente y empezó a preocuparse: Gustavo se rascaba una pelota cada vez que hacía una pregunta y ya le estaba resultando imposible desviar la mirada.

-¿Tenés hambre? -rasquiña en la entrepierna.
-Algo -Gallardo tragó en seco.

Para distraerse empezó a tararear los corridos, como si se los supiera, moviendo la cabeza levemente al ritmo de la música. Gustavo lo miraba y sonreía y en su cabeza elaboraba un nuevo cuestionamiento que lanzaba sin prevención.

-¿Vos cuantos años tienes?
-23
-Sos jovencito
-¿Usted cuantos años tiene?
-¿Cuántos me pone? -rascada de huevas.

Daniel tuvo que contenerse para no gritar sesenta y nueve. Se puso a cantar de nuevo los corridos, haciendo cara de idiota y mirando hacia la ventana.

-¿Qué? ¿No te atrevés?

Rápidamente pensaría en un número, un número mágico, cabalístico, que lo sacara de este círculo de signos de interrogación que se clavaban en los testículos de Gustavo y que lo hacían sufrir con una oculta, viajera, erección.

-33. La edad de Jesucristo.
-¿Sos adivino?
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Culos y corazones: ¿Y ese man qué?

Nelly Furtado siempre me ha parecido una mujer desequilibrada’, pensó Daniel Gallardo, ‘¿Quién, en su sano juicio, podría cogerse a Juanes y preñarse secretamente para obtener fama futura? ¿En donde era que había escuchado esto?’. Este fue el primer pensamiento que Gallardo tuvo al levantarse, al lado de ese otro paisa mojigato: Yesid Cáceres. Tanta turbación le producía el caso Furtado, de quién Yesid se había declarado fanático hace algunos días, como el de su amante mismo, igual de pendejo y socarrón que la otra. Se trataba de algo demoníaco, infinitamente podrido y retorcido, continuaba su reflexión Gallardo, el ser fan de la perra de Furtado, y dicha confesión le pareció una blasfemia, un súcubo encadenado a las patas flacas de Yesid Cáceres; con el olor a azufre enredado entre los vellos depilados del culo y a la entrada de las fauces de aquel ojete de Dios, cálido y encoñador, que le era ofrecido a Gallardo esa mañana. Se levantó y se ubicó de pie sobre la cama: empezó a tomar fotografías del sulfúrico momento, desde arriba viendo a Jezebel, la colla máxima, Yesid Cáceres, el leviatán desnutrido que buscaba fuerzas para levantarse. Ese calor sofocante, que llenaba de vapor el cuarto de la cabaña, puso de un tono rojizo la piel de Cáceres y lo hizo despertar del todo, tomando a Gallardo por el pie derecho y haciéndolo caer encima suyo. ‘¿Qué haces, Cáceres?’, Daniel suplicaba, con la cabeza puesta sobre la espalda del demonio y el capullo abriendo paso en sus entrañas: las entrañas untadas de mierda de Yesid Cáceres.

Ausentes de la existencia de un mundo exterior, los amantes emitieron fuertes gemidos, acompañados de sonidos de embestidas, carne con carne, pelvis contra pelvis, y maldiciones lanzadas al cielo de aquella playa que no los veía. Más eran escuchados, tras la puerta del dormitorio, por Saúl y Francis, confusos, envidiosos, asqueados, posiblemente excitados y atentos a cualquier grito o gruñido que amenazara con la llegada de un orgasmo. Gallardo puso su verga en la boca en Cáceres y le hizo tragar sendos chorros de semen, cargados de espermatozoides que fueron a morir en su lengua, muelas y encías, preñándolo de incertidumbre y mutismo y haciendo que Saúl y Francis extrañaran el segundo aullido orgásmico, el de Cáceres, que nunca llegó. Francis se apartaría turbado del umbral de la habitación del demonio y sentiría una fuerte somnolencia. Caminaría, con los ojos entrecerrados, hasta el cuarto de al lado y dormiría una larga siesta, a mitad de la mañana. Durante aquel sopor, Francis soñaría con Cessair, ausente en este viaje, y en cómo se lo cogía hasta hacerlo eyacular siete veces siete.

Esos polvos con Cessair, inolvidables para Francis, eran el sentido de aquel viaje. El médico partiría pronto a la capital, concretando sus planes de éxito y libertad, y atrás quedarían las cogidas absurdas y violentas que el heredero sefardí le suministraba con regularidad. Consciente de esta grave perdida, Holmmes había programado este viaje a la cabaña de Gallardo en la playa. Cessair asistiría y sería el Doctor quien alzaría la voz por encima de las olas, la brisa, los fingidos gemidos de Yesid Cáceres, los quejidos desaprobatorios de Saúl, en un orgasmo múltiple que colmaría de amor la tierra. Pues que Cessair se pierde y no aparece para el viaje. ‘Mala leche de Jesucristo’, piensa Holmmes, ‘tener que soportar a Daniel cogiéndose a Yesid y yo como un infeliz, dejando que me traguen el óxido y el salitre’. Durante el sueño a Holmmes se le enredaron las memorias de la noche anterior con la candente presencia de Cessair.

Gallardo viajaba en una motocicleta, luego de haber llegado a la cabaña, de vuelta hacia la central de transportes, donde lo esperaba Yesid Cáceres, quien venía de un recorrido por la costa en el cual su culo le había servido de pasaporte. Las vacaciones habían empezado en Santa Marta, donde había servido de depósito seminal para varios de los que se cruzaron en su camino. Barranquilla: donde lo pillaron mamándosela a un desconocido en un centro comercial y por último Coveñas, al lado de Gallardo, donde le daría por el culo endemoniado hasta que le supiera a cacho. No obstante, la actividad previa no le daba para sostenerse en pie y los planes de ser cogido tendrían que esperar hasta después de una larga siesta.

En la motocicleta, tomando por la cintura a Gallardo, sentía la brisa marina sobre su rostro y el pelo ensortijado de Gallardo soltando piojos y caspa sobre sus ojos. Gallardo mantenía su mirada fija en el retrovisor, evaluando cada movimiento de Cáceres, con poca importancia en lo que ocurriera en la carretera.

-¿Estamos muy lejos?

La voz de Cáceres se perdió al desacelerar Gallardo. La entrada a la cabaña se abría y a unos pasos se divisaban Francis y Saúl, de brazos cruzados, y a un lado el hermano de Gallardo, un regordete de cabello largo y actitud rockera apodado Jota Dé.

-¿Y ese man qué? – Jota Dé preguntaría.

Francis se ahogaría en carcajadas y Saúl voltearía el rostro indignado por la pregunta, por la sospecha de Jota Dé de la homosexualidad de Gallardo, de la de Francis y -lo peor- de la suya. Sin buen ambiente para las introducciones, Gallardo se dirigió a sus amigos diciendo:

-Este es Yesid Cáceres. Pasará con nosotros los siguientes días y noches. Aunque es posible que esta noche se ausente porque viene algo cansado del viaje ¿verdad, papacito?

Francis y Saúl se miraron y extendieron sus manos para saludar a Cáceres sorprendidos ante el uso del diminutivo en Gallardo. Jota Dé lo saludó sin prevenciones: su hermano le transmitía confianza. Gallardo subió con Cáceres, agarrándole el culo, llevando la mano de su amante hasta su erección y abriéndole los ojos sugestivamente.

-Vas a dormir pero sabes lo que te espera más tarde

Cáceres apenas pudo oír las palabras de Gallardo: se fue durmiendo dulcemente víctima del típico sueño de cansancio post-coital. Se había follado a media costa en dos días y lo único que se le antojaba era una siesta re-paradora. Gallardo bajó al encuentro de sus amigos y les propuso caminar hacia la playa. Jota Dé decidió quedarse dentro: no le interesaban las conversaciones de maricas que su hermano y amigos pudieran tener.

-¿Te parece que he adelgazado? –preguntaría Saúl frente al mar.

-Pues, no eres precisamente La Sirenita pero has hecho lo que has podido: no has dejado de tragar como cerdo y no haces un abdominal ni agachándote –le contestó Francis.

-Yesid es muy flaco pero me encanta así – osó interrumpir el sarcasmo de Francis, Gallardo y continuó: -Quizás sea la oportunidad de dejar de ver a otros tipos y sentar un poco cabeza.

-¿A qué cabeza te refieres? –inquisidor Holmmes- Que yo sepa tu sólo piensas con una y esa no la puedes sentar.

-¿Estás morcillón, Daniel? Ya decía yo que esto no era normal –sentenció Saúl.

-Yesid me pone así todo el tiempo –continuó Gallardo- Creo que esto puede ser algo bueno. Aunque no quiero echarle mucha cabeza.

Saúl y Francis si lo podían creer. No que ‘aquello’ fuera ‘algo bueno’ sino que la obstinación y dudosa memoria de Gallardo dieran para que se comportara como un retardado. Si tan sólo hace un mes había condenado el comportamiento distante de Cessair con Francis, la doble moral y las mentiras. Había guardado, con temible rencor y crítica, las confesiones que Cessair le hacía acerca de su verdadero sentimiento hacia el Doctor: una combinación entre lástima y aburrimiento que no lograba mutar su expresión engañosamente sonriente e impasible. El acto fue considerado como alta traición por Gallardo: ¿Cómo era posible que su amigo Cessair, ya entrado en los treinta, rechazara al joven y cándido Francis? ¿Quién se sentía lo suficientemente superior como para andar rompiendo corazones?- Culos y corazones –citaba- ¿Podría él dar una verdadera lección de doble moral? Y, lo más importante: ¿Dónde coño habían quedado sus calzoncillos?

Gallardo intentaba buscarlos por toda la habitación mientras se lo cuestionaba. A su lado yacía un hombre, implorante de un orgasmo.

-No te vayas -suplicaba con una dolorosa erección en su mano.

-Lo siento –saltaba Gallardo sonriendo –Está lloviendo y me tengo que ir.

-No te irás a mojar…

-No es que “me quiera mojar” –puso comillas con los dedos- Es sólo que tengo miedo de que nos caiga un rayo. No creo que a Dios le guste mucho que nos cojamos en la primera cita, que seamos dos hombres y que uno de nosotros sea medio negro –dijo apuntándose con los dedos.

-No, –continuó el hombre- No.

Gallardo no pudo encontrar sus calzoncillos y asomó su cabeza por la ventana para comprobar que llovían perros. Entonces recordó: los calzoncillos habían quedado detrás de la nevera de su tía, secándose, porque la noche anterior había tenido sexo telefónico con Cáceres y a la siguiente había decidido, en honor a la libertad y a los rumores de crecimiento del pene, no llevarlos. Eso y que no tenía más limpios. Sin dudarlo un segundo abandonó la habitación, despidiéndose presuroso de su inconcluso amante.

Ya a un paso de la calle, la entrada/salida de lo que parecía un hotel, Gallardo observó la inundación. Aguas negras que salían de alguna alcantarilla mezclándose con la lluvia café y a las cuales se sometería dentro de contados segundos. Agua a la cintura, Gallardo combatiría por varias cuadras contra la corriente que producía el torrencial aguacero del pueblo por ir a demostrar superioridad moral a Cessair.
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Reset: Garganta Profunda

Gallardo sopló la cerilla y pensó que estaba muy mal que alguien quisiera apagar su fuego. El que crepitaba debajo de la camiseta azul y el pantalón café, ese que a pesar de la cerilla, humeante ahora, incendiaba cada pubis selvático de aquella pista de baile. Volvió a aburrirse, ya sin el breve entretenimiento del fósforo, y puso su mano empuñada de nuevo en la mejilla hasta alcanzar cierto sopor. El Cineasta vio esa luz, la que se encendió en el balcón y entonces encontró la excusa perfecta para huir de su relación, exhausta y sin sentido: ‘Voy a fumarme un porro. Ya vuelvo’. Tomó las escaleras, amenazante, veloz, dando largas zancadas, que en cada punto iban bombeando un, cada vez más fuerte, torrente de sangre hacia su verga-micrófono. Para cuando alcanzó la cúspide del recorrido las pulsiones en su entrepierna eran insoportables y, fingiendo un dolor en la ingle, se agarró el paquete y enfocó a Gallardo: de espaldas, flacuchento, inclinado sobre la baranda del balcón. Silencioso, erecto, El Cineasta se le hizo al lado, con una sonrisa tímida que lo desnudaría 45 minutos después.

-¿Cómo le va? ¿Quiere trabarse? –y ofreció su pipa tacada de marihuana.

-Creo que aquí no permiten fumar –respondió Gallardo, quien lo había visto –y seguiría viendo- venir.

-Talvez a usted no –se llenó de coraje y soberbia, El Cineasta –Hágale. Yo respondo.


Gallardo accedió a aspirar de los subidos vapores de El Cineasta y luego de la primera de muchas bocanadas en compañía de su próximo amante, no dijo:

-Ese es mi novio. El que está allá ¿Alcanzas a ver cómo su ojo azul brilla como un cocuyo moribundo? ¿No? Pues tengo claro que no es el amor de mi vida pero lo quiero. Sí, es posible que sea un drogadicto y un maleante pero yo mismo no soy ejemplo de integración social. Ya ves. Sabía que subirías, porque estás tan aburrido como yo y la desesperanza nos aniquila. Hoy es nuestra primera salida como novios ¿sabes? Y no he podido verlo más claro: David Sandoval está ciego. Es verdad. Por lo menos de un ojo. Esa enfermedad bicromática no debe ser gratis. Lo que todavía no he podido definir es si es el ojo azul o el café el que le corta parcialmente la visión. Debo confesarlo: creo que es el azul; es el más accesorio.

-Pues mi novio es el que está en la otra esquina. Yo a mi novio lo quiero, aunque usted no lo crea. Una relación está basada en la funcionalidad, en que las cosas salgan bien. Él me quiere, de eso tengo la certeza. Mi novio no es como el resto de gente, como yo, como usted: no se anda acostando con cualquiera que tenga pipí ni se dedica a coleccionar polvos de distintas variedades. No. Usted y yo, somos del mismo tipo, lo noté apenas lo vi. ¿Si le propongo que se venga a mi casa ahora, aprovechando la distracción de mi novio y el suyo, para hacerle un deep throat, se enoja? ¿Si ve que no? ¿Y si me lo llevo hasta las sillas de atrás, donde está oscuro y nadie nos ve, y le planto un pico en la boca? –no dijo El Cineasta.

-Tienes razón. Voy, sin duda –continuó no-diciendo Gallardo- A mi me queda más fácil y no creo que mucho le importe a David que me vaya o me quede. El cinismo alimenta muchos de mis actos y siempre trato de victimizarme ante el mínimo asomo de reproche. Me importaría poco llamarle después, con tu semen fresco sobre mi barriga, para reclamarle por la soledad en la que me ha sumido esta noche, obligándome a pensar y hacer cosas inconfensables, precisamente esta noche en que salimos por primera vez. ¿Ves? ¿Pequeño pez? Vamos ahí detrás o a tu casa. O a la mía. O a la una, a las dos y a las tres. Yo: siempre dispuesto, como los Scouts. Y no pongo problema ¿Tienes perros? Vi a un tipo muy parecido a ti, paseando perros por La Macarena. Tan sexy, vigoroso y con un olor a talco y sudor, revuelto con orines de perro por supuesto, que me sedujo. Con gafas oscuras, cual cegatón ¿Será por eso que siento que te he visto en algún lado? ¿O te he olido en algún lado? En los cuerpos de la gente con la que he, hemos, dormido, posiblemente.

-Todo está dicho, entonces. Véngase a mi casa y nos las mamamos. Lo invito a que me haga pasarla bien sin tener que hacer de mi vida una película trascendental. Una erótica, mejor, hagamos eso: una erótica –no dijo El Cineasta, apretando los dientes.

–Entonces habrá una parte en la que yo le mordisqueo las tetillas y lo pongo a que me la mame y le beso los pies hasta que se retuerza y le hago deep throat… Un momento. Estoy hablando de una porno. Hagamos eso mejor: una porno. Quedémonos ciegos de masturbarnos.

-Reseteémonos este disco duro rayado a punta de orgasmos… -no dijeron los dos en coro.


Continuará...
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Reset: Sin Título

Muy tieso y muy majo, David Sandoval se fue a pasear. Tomóse un café en Juan Valdez: de esos que saben a mierda de cachorrito golden retriever, notando el aire de conmoción que agitaba este viernes de marzo. ‘No vestirás de negro cuando metas coca’, pensó, ‘He roto una de las reglas’. Se había arreglado Sandoval ese día y notaba que su atuendo rompía con uno de los diez mandamientos del buen drogadicto. Lo pensó y el ojo azul le titiló cual cocuyo moribundo. Con pantalón corto, corbata a la moda, sombrero encintado y chupa de boda, sin dejar de lado un i-pod cargado de melodías trendies que le ayudaba a lucir cómo aquello que en realidad no era ante los ojos de Daniel Gallardo. Esa noche saldrían, por primera vez, como novios, a cualquier pretenciosa discoteca elegida por Sandoval, y descubrirían que tal vez aquella no había sido la mejor decisión que habían tomado recientemente. La de ser novios, no la de ir a la discoteca. La elección del sitio, por parte de Sandoval, obviamente había incluido el cumplimiento de esos diez mandamientos del buen drogadicto, a los que se apegaba con rigor y disciplina cada vez que decidía enrumbar su rumbo.

-Muchacho! No salgas! -le había gritado su mamá. Sandoval hizo un gesto de desdén, que era el que le provocaba cualquier sabia advertencia materna, y orondo se fue a verse con Gallardo. Con ojos de rana le miró, sonriéndole como una raposa y abrazándolo en aquella primera tarde de noviazgo. A Gallardo no le convencía aún. Las relaciones y todos los ingredientes del dating estaban desfasados para él y Sandoval, que aunque sonriente y pícaro, no era precisamente el ideal de novio: las borracheras, la adicción a las drogas, un ojo azul y otro café, considerados de mal augurio por los gitanos, el anhelo de fama pretendiendo otra posición social, lo lejos que vivía y el acento agringado que afloraba cuando mentía, hacían que Gallardo reconsiderara, una y otra vez, esta decisión absurda de comprometerse y prohibirse los placeres mundanos de los verdaderos hombres torsi-desnudos, de pelo en pecho, osunos, que tanto le fascinaban.

-Vamos a ir a esa fiesta? Mira que allá va estar Zutanito, Fulanito y la hija de Socorrito -Fue lo primero que dijo Sandoval para saludar a Gallardo.

-Iremos. Sólo si me prometes que habrá francachela y habrá comilona -respondió, mordiéndose el labio de abajo y agarrándole el culo al fracaso.

Se necesitaba mucha fuerza de voluntad, pensaba Gallardo, para resistir culearse a un drogadicto o a un borracho. Por fortuna, David Sandoval era las dos cosas gran parte del tiempo, y representaba un estado de vulnerabilidad, tipo niño somalí, que a Gallardo no sólo enternecía sino que excitaba. Era ese estar al borde de la muerte lo que seducía tanto a Gallardo además de la posibilidad de cogérselo arbitrariamente, con algo de aburrimiento y sin que Sandoval pudiera defenderse o incluso ser consciente de ello, en ocasiones. Camino a la discoteca, no habló sobre este tema Gallardo y, tomando de la mano a Sandoval, sólo abrió su boca para emitir comentarios falsamente dulzones que le hacían cagarse de la risa interiormente.

-El amor es como una caja de fósforos: unos encima de otros -dijo.

Luego…

-Hoy me vestí de camiseta azul y pantalón café. Como tus ojos.

Sandoval le creía. Y a la entrada de la discoteca, dijo Gallardo, por último:

-Odio estos lugares. Están llenos de superficialidad y fanfarria -y tuvo que voltearse para saludar a Evan Rincón, quien estaba detrás suyo aplaudiendo y dando saltos.

-Viniste, Mary! Esta rumba va estar del putas. Hablando de putas ¿No viste a La que empieza por Té y termina en Leche por ahí? Yo si… Hoooola, ¿cóoooomo estás?- saludó de lejos a Sandoval- ¿y éste quién es? ¿viene contigo? Porque déjame decirte que ese lente de contacto azul en un solo ojo NO ES.

-Él es… es una enfermedad… lo del ojo. Heterocromía Iridium.

-Nada que ver con la gente enferma por los heterosexuales. Supongo que tienes entrada VIP. ¿No? Déjame ver qué puedo hacer para hacerte entrar. No te garantizo nada por Marilyn Manson. Ese ojo me da repelús.

Evan se retiró de la escena despidiéndose con un beso en la mejilla de ambos, de Gallardo, sosteniendo un corto abrazo y de Sandoval, con otro beso, fingido, lanzado al aire, sin que éste lo notara. Para Sandoval era difícil distinguir entre una cosa y otra: la hipocresía, entre unas, porque le daba lo mismo el maltrato o el sarcasmo ya que vivía sumergido en su mundo de pretensiones y dobles caras. Pensó entonces en el segundo mandamiento del Buen Drogadicto: ‘No tomarás en vano‘. Claramente significaba que tomaría su papel de tomador muy en serio, esta noche, para celebrar su noviazgo con Gallardo y dejar a un lado cualquier seria preocupación que se apoderara de sus pensamientos superficiales. ‘Ooops’, escuchó su propia voz de acento agringado, ‘Son las diez y aún estoy sobrio. Es hora de empezar a santificar esta fiesta’.

No bien había puesto un pie al interior de la discoteca y ya Sandoval era rodeado por amigos, conocidos, traficantes, otros rumberos de oficio, adictos y algún ratón vecino que le dijo al oído: ‘Visitemos juntos a Doña Ratona. Habrá anfetaminas y habrá cortisona’. Sandoval se volteó a ver a Gallardo, con su ojo azul, y con un gesto desesperanzador le dio a entender que no tardaría, que volvería, talvez, luego de meterse lo que fuera por las narices.

‘Heme aquí, entonces’, pensó para sí, Gallardo. Miro a su alrededor con desentendimiento, con pereza y algo de fastidio y dio la vuelta para marcharse. ‘Pum’, tropezó con otro tipo. ‘Pero, ¿no es éste El Cineasta? Imposible que me equivoque si he recorrido desde siempre su anatomía. Sus gruesos brazos, el pecho y la espalda velludos y la mueca dolorosa que adquiere cuando se ríe. Es él, sin duda’. Acompañado por su novio, El Cineasta se atravesó en el camino de Gallardo, observándolo con cierto desdén, al principio, y luego con un repentino interés generado por el detalle de un par de piernas flacas y débiles que le recordaban las de su propio cónyuge, ese con el cual ya no se acostaba hace más de un año y a quién mantenía a su lado más por temor a la soledad y a la vagabundería que a cualquier sentimiento de costumbre. Y era, este Gallardo en el cual fijaba su mirada El Cineasta, un reflejo de su propia realidad lejana, de los días en qué nada lo satisfacía, de los largos cortos que nunca habían visto la luz, de las obsesiones por la carne masculina, de la indiferencia ante el dolor ajeno producida por la decepción y en general de esa personalidad escurridiza que buscaba siempre algún escondite detrás de cámaras para pajearse furibunda hasta correrse a borbotones sobre su abdomen peludo. Caliente como una melcocha, El Cineasta miró de reojo a Gallardo, sin interés de seducirlo: ya estaba seducido, por sí mismo, envuelto en gloria y piel cetrina, con unas ganas inauditas de joder al mundo.

Gallardo volvió a girar sobre su eje y huyó, tropezándose contra la multitud en la pista de baile, al baño. El único lugar en qué se podía estar a salvo de la tentación, de los gruñidos que salían del pecho de El Cineasta, era el baño, al lado de Sandoval, quien de seguro ponía en esos momentos algo de perico en una llave y aspiraba convertirse en el hombre exitoso, adinerado y galán que nunca sería. Gallardo empujó la puerta del baño y se encontró ante un Sandoval tembloroso y desnutrido que le sonreía, nervioso, haciendo muecas con la nariz, y se le acercaba en busca de un abrazo.

-Te estaba buscando -mintió.

Gallardo lo miró con pena y le advirtió con la mirada que sólo quería una cosa de él: un pase de perico. Sandoval le devolvió una mirada aún más lastimera, destrozada, con temor, y se le acercó con la llave pintada de blanco por la coca. Gallardo lo tomó de los hombros con violencia e inclinó su cabeza 45 grados a la izquierda, exponiendo la fosa nasal de ese lado a la punta de la llave.

Gallardo dejó atrás las locaciones orinales para subir por la escalera del club y examinar a la multitud desde arriba. Le encantaba sentir que dominaba las vidas de las personas y que todas cabían dentro de paquete de cigarrillos, apretujados, sin filtro, caros y con los humos subidos. Miró desde arriba, además, a El Cineasta, siempre al acecho, en búsqueda de carne fresca, pero ahora sometido por el interés de una relación infructuosa basada en la funcionalidad y en parámetros teledirigidos por algún loco guionista. Olfateaba los pantalones de los jovencitos, ensanchando la nariz, y no daba con el olor de Gallardo, quien moqueaba ahora por el perico, como con ganas de estornudar. Se le espantó el estornudo, cuando El Cineasta lo enfocó, y lo hizo adquirir esa pose estática y dolorosa, llena de espasmos, que usaba para demostrar interés, fascinación y morbo. ‘Las obras de la carne son evidentes’, se dijo Daniel Gallardo, ‘Inmoralidad, impureza, sensualidad’ y se saboreó ante aquel beefcake. Desde arriba también veía como Evan Rincón le saludaba y lo invitaba a bajar y unirse a su fiesta. ‘Tengo sed’, gesticulaba desde la distancia, sacudiendo su camiseta para refrescarse. El panorama se ensombrecía hacia otro punto, donde se encontraba David Sandoval, acompañado por Doña Rata y sus secuaces. La gente alrededor le agarraba el culo y lo ponía a bailar como si se tratara de un muñeco de cuerda. Sandoval obedecía encantado siendo el arlequín drogado del sub-mundo Gallardo. Las cámaras vigilantes de la discoteca lo enfocaban, veían cómo compraba y regalaba pepas sin discriminación y pronto se dio la orden de tranquilizarlo. Gallardo también veía desde arriba, endiosado, a un par de muchachos abrazados, dándose besos insaciables, rozándose los bultos por encima de los pantalones y concediendo, de vez en cuando, alguna caricia por debajo de las camisetas, en medio de la oscuridad y el tumulto. Su mirada se desviaba un poco más y veía a un cincuentón, dándoselas de jovenzuelo, con camiseta ceñida al hombro y pantalones entubados. Le sonreía a cualquiera que pasaba y le susurraba cualquier porquería que se le ocurría o que se le ocurría a Gallardo, aficionado a llenar conversaciones ajenas con diálogos inventados.

-'Si, yo te quiero mucho' -ponía voz de señorita para imitar la voz del novio de El Cineasta.

-'Yo soy infeliz pero no lo quiero aceptar. Déjame echarme aunque sea una meada a solas'-ponía la voz más gruesa, imitando a El Cineasta.

Daniel Gallardo sostuvo su mejilla con la mano empuñada y escupió hacia abajo. El gargajo cayó sólido sobre la cabeza de algún bailarín que ni siquiera lo notó. Ya había perdido el rictus inicial Gallardo, esa chiripiorca con erección en qué lo había puesto El Cineasta, y ahora, recostado en la baranda del segundo piso, miraba con aburrimiento su propio film. Recordó entonces haber deseado a El Cineasta desde mucho antes, o por lo menos a alguien parecido a él. En algún lugar le había visto, no importaba dónde, o alguien le había dicho, no sabía quién, e incluso era imposible para él recordar qué era lo que lo había llevado hasta aquella discoteca donde hoy se aburría a mares. 'Ah si. Sandoval', recordó. Volviendo a enfocarlo, Gallardo se cuestionó sobre el sentido de esta, su relación y de las del resto de maricones. Todos en busca del caballero perfecto, que colme sus expectativas, inteligente, atractivo, buen polvo, talvez, para irse a vivir juntos a algún apartamento bonito, donde los amantes no serán permitidos por algo llamado respeto mutuo para que en cada descuido exista la oportunidad ideal para revolcarse con el primer culo que se atraviese y huir, después de haberse venido, con remordimiento, pena, asco, descaro. Emular un matrimonio heterosexual, con las histerias y los celos, la doble moral y el juego de roles. Prosperar, ser un homosexual de bien. Happy gay. Adoptar un niño somalí o un golden retriever. Hacerse la paja pensando en otros o viendo porno hecho en Chinácota. Hacerse el pendejo o el borracho, en ocasiones, para no tener qué explicar porqué no se quiere tener sexo con el mismo cuerpo todas las prostitutas noches de la vida. Aguantarse a la familia o amigos del cónyuge. Adoptar un niño somalí…

Desde la pista de baile, El Cineasta observaba a Gallardo, aún en descarada pose pensativa, y se le ocurrían formas de acercársele sin que su novio lo notara. ‘Míreme, míreme’, pensaba, como queriendo hacer uso de fallidos dotes de telepatía. Gallardo aún estaba concentrado en nada, patinando sobre el hielo de las relaciones tradicionales, muerto del aburrimiento. ‘Míreme’, para devolverle la mirada. Hace varios meses que El Cineasta no tenía amantes. Se había encontrado con ese ‘caballero perfecto’ que pintaba Gallardo, con la firme decisión de organizar su vida, dejar los vídeos a un lado y estar menos preocupado por los polvos de otros, de todos, que eran también los suyos. La posibilidad de amantes en su actual situación era casi nula ya que todo funcionaba de forma correcta: vivía junto a su novio hace ya varios años, el sexo había perdido el interés suficiente como para demandarlo y esto daba pie para que los ‘pecadillos’ ocasionales fueran tácitamente permitidos pero jamás discutidos. ¿En dónde estaban aquellos años mozos en que todos se acostaban con todos? A sus casi 40 años, con una sexy calvicie prematura y una verga del grueso de su muñeca, El Cineasta se había retirado de las calles: su corazón palpitaba mesuradamente bajo el pecho peludo y sólo sobresaltos como éste, eventuales, como Gallardo, rompían con ese ritmo acompasado que tanta calma le administraba. Todos los amigos de su edad eran ahora modelos ejemplares de homosexualismo: creyentes, educados algunos, exitosos, mojigatos y por supuesto, comprometidos. La campana pronto empezaría a sonar para El Cineasta -luces, cámara, acción- y tomaría la primera decisión sensata ante los ojos de un dios en el que no creía pero bajo cuya sombra se refugiaba temeroso. El último de sus amantes, con quien había engañado por año y medio a su anterior novio, era el elegido para la sana tarea de entrar en juicio: conocía todas sus mañas, las aceptaba e incluso lo amaría por ellas, siempre y cuando las mantuviera la mayor parte del tiempo ocultas y/o controladas.

‘Míreme y voy y subo y le planto un beso en esa boca. Mire que esta relación es basada en la funcionalidad y todos necesitamos sexo. Eso, míreme, que cualquier excusa me invento para subir, quitarle la camiseta y morderle las tetillas’

Daniel Gallardo seguía concentrado en Sandoval y tratando de hacer desenfoque con su mirada, como si se tratara del final de una escena. ‘Te llamaría por tu nombre en los créditos, Sandoval, para que todos supieran quién fuiste en realidad’. Buscó entre sus bolsillos un paquete de cigarrillos, que había soñado con encontrar, con la sorpresa de hallar tan sólo una caja de fósforos. La abrió y vio la última cerilla: ‘El amor es como una caja de fósforos. Unos encima de otros’. Decidido a quemar el último cartucho, Gallardo arrastró la cabeza del fósforo haciéndolo arder.

-Disculpe. Éste es un área de no fumadores -le dijo un vigilante.
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Cartas de Chelo: Post-Jaime

Bogotá, 29 de Enero de 1986
Querido Jaime:

No sé si recordarás que hoy estoy de cumpleaños. No es una fecha que ande divulgando y no recuerdo si en los 6 años que estuvimos juntos lo mencioné alguna vez. No me gustan las celebraciones y mucho menos cuando no hay con quién celebrar. Si estuvieras en Bogotá, donde hoy llueve a cantaros, habríamos celebrado. Pero el clima es aguafiestas y yo también. ¿Si sabías que Bautista murió? En alguna carta te conté que, por espiar a su novio, bajó por la tubería del edificio y que luego del sexto ya no tuvo de donde sostenerse: los tubos llegaban hasta ese piso. Casi muere entonces. Fui el único que le hizo compañía durante los primeros meses, después del accidente. ¿Se le puede llamar accidente? ¿O se habla de un incidente, si se trata de un suicida que falla en su plan? No soy bueno con los eufemismos. El tiempo que lo cuidé no pude llegar a odiarlo más. Se cagaba y tocaba limpiarlo y nunca estaba de buen humor. No fue mucho lo que soporté y pronto me pasé a vivir al garaje ese de La Macarena, donde vivían El Artista y La Guerrillera. Como bien sabes, La Guerrillera se fue y El Artista se quedó solo, creando y creando, hasta que me fui a hacerle compañía. Ya no podía vivir más con Bautista y en su casa no lo querían tener. Cuando salí, a la madre le tocó pasarse y hacerse cargo: eso debió haberle sabido a mierda. Textualmente. Yo estuve pendiente los primeros días y, después, con El Artista le mandaba libros y artículos que encontraba, para que se entretuviera. El Artista era una fuente inagotable de descubrimientos artísticos y logré conocer a través de él muchas de las obras que hoy adjunto con esta carta. No sé si Bautista alguna vez leyó algo de lo que le envié pero sé que tu si lo disfrutarás. Su muerte no nos ha tomado por sorpresa y hay momentos en que parece que estuviera presente: aunque suene a frase de cajón. Mira tú. En dos días se cumplirá un mes de su muerte. La muerte de Bautista me ha revivido lo tuyo con La Guerrillera, más específicamente la noche en que me trepé por un muro para espiarlos mientras hacían a su hijo.


Recuerdo, y de esto no debes tener conocimiento, que apenas supe que se habían metido en la habitación de al lado me fui hasta el estudio del apartamento de Bautista, cuyas ventanas colindan con el espacio donde La Guerrillera y tú planeaban su futuro, basados en cualquier cábala astral. Me deslicé por el borde de los apenas gruesos ladrillos y conteniendo la respiración observé cómo te la cogías por primera y única vez. La Guerrillera hacía muecas y se retorcía, como si realmente estuviera disfrutando la cosa. Sentí ganas de soltarme y dejarme caer desde ese doceavo piso pero Bautista me convenció de entrar de nuevo al apartamento. Yo debí haberlo convencido de lo mismo cuando él decidió imitarme, noches después.


Me contaste que en diciembre nació tu hijo. No puedo esperar a conocerlo: talvez en abril puedan venir de visita. Aunque la situación está algo pesada por acá: desde la toma al Palacio de Justicia las calles están cundidas de policías. Ese día, precisamente, me volé con Mauro de la oficina, para ir a fumar un bareto por los lados de Choachí. Cuando regresamos, trabados como nunca, uno de los muros de la entrada del Palacio ardía y no entendíamos lo que pasaba. Mauro sacó su cámara y tomó varias fotos del hecho, hasta que unos policías se dieron cuenta y trataron de quitarnos la cámara. Por supuesto, no se la entregamos, haciéndonos pasar por periodistas y retirándonos al poco tiempo, con la traba aún viva ¿Pudiste ver algo por las noticias? De todas formas, te mando algunas de las fotos que tomamos ese día.


Incluso el día de lo del Palacio de Justicia quise que estuvieras. También habrías podido ver la instalación que realizó El Artista. Se fue, precisamente, hasta la Plaza de Bolívar, algunas semanas antes de la toma, y se metió en una bolsa de plástico desnudo. Cuando logró captar la atención de la gente, unos de sus amigos le llevaron pedazos de carne cruda. El Artista empezó a salir de su crisálida, arrastrándose como un gusano, en busca de los pedazos de carne que estaban sobre el suelo, cagado de palomas, de la Plaza. Agarró el primero con los dientes y empezó a mordisquearlo rabiosamente hasta sacarles la sangre. El Artista sujeta fuertemente el trozo de carne con la mandíbula y hace que la sangre se resbalé por el resto de desnuda anatomía. Lo mismo hizo con los siguientes pedazos, ante las miradas de todo tipo de la multitud: horror, curiosidad, asombro y extrañeza. La rabia y la locura le pudieron a El Artista, supongo, ya que empezó a escupir la sangre que le quedaba en la boca a la gente. En ese clímax fue encontrado por los policías que lo sacaron de entre el tumulto y lo montaron en una patrulla. Yo me fui corriendo a tratar de alegar para que lo dejaran libre. En cambio terminé de compañero de captura, recibiendo los más variopinta insultos por parte de nuestros queridos agentes. Nos llamaron marihuaneros, maricas, guerrilleros, bandoleros, infiltrados, hijueputas, cabrones. Creo que no se equivocaron en la mayoría de adjetivos que nos apuntaron, por lo menos no en el caso de El Artista. Siendo marido de La Guerrillera, madre de tu hijo, es una fortuna que nos hayan soltado a los dos días y que hoy, no nos estén investigando por lo del Palacio. Por supuesto, obtuvimos la paliza reglamentaria, de parte de los señores policías, pero puedo decir que la estancia en prisión fue agradable.


Mauro hacía lo que podía desde afuera para sacarnos mientras El Artista y yo éramos los consentidos de la celda. Nos hicimos amigos de un basuquero de El Cartucho que nos pasaba bareta -no tengo idea de donde la sacaba- y no recuerdo otra vez en mi vida en que haya fumado más marihuana que en aquella estación de policía. Todos los días nos trabábamos, cuatro, cinco, seis veces, sin que ninguno de los policías musitara el mayor regaño u observación. Desde temprano armábamos juegos de palabras con el basuquero, en los que el resultaba ganador. Poseía una gran habilidad este desechable y conocía el sinónimo preciso para cada palabra y su significado. Yo cargo con un diccionario siempre, como sabes, y fue el que nos sirvió para comprobar el nivel de léxico que ostentaba el prisionero. ¿Sabías que barahúnda es sinónimo de bacanal? Pues en aquella bacanal de marihuanos lo aprendí. La fortuna se nos acabó el día que Mauro nos sacó y tuvimos que despedirnos de la sabiduría callejera del basuquero. Hubo otros personajes en la celda con los que entablamos un diálogo amable pero no intimamos mucho por la prevención hacia ellos que nos transmitió nuestro ilustrado nuevo amigo. Cuando nos fuimos le hice la promesa a varios de estudiar sus casos y ver qué se podía hacer para sacarlos.


Antes de mi salida, el comandante de la estación me citó en su despacho con la intención de conocer un poco más la vida de este estudiante de Derecho Javeriano, de repente envuelto con aquel artista revoltoso. Detrás de su pupitre, adivinaba una erección divina, un par de axilas velludas y un torso formado por el ejercicio constante. El comandante se me acercó preguntándome por mi procedencia. De Pasto, dije, aunque supiera que aquello debía estar consignado en sus registros. Qué si con quien vivía en Bogotá. Pues con El Artista, le contesté. Mi nerviosismo debió haberse alcanzado a notar cuando me propuso arreglar de una forma más amigable mi salida de la estación y no afectar mi reputación y calificaciones universitarias. El Comandante caminó hasta un lado de la silla donde me encontraba sentado y puso su mano en mi hombro, acariciando lentamente parte de mi cuello. Envés de reaccionar como debía o no debía, empecé a recordar cuando tu me tocabas de esa forma. Recordé que cuando lo hiciste por primera vez yo aún era un ferviente asistente a misa de domingo. Te invité ¿si recuerdas? Nunca apareciste, por supuesto. Mi espíritu bonachón e impresionable contrastaba con tu soltura y desaprensión. El resultado de mi aprehensión, entonces, fue este comandante rozando su bulto contra mi hombro y acariciando mi cuello y yo quedándome en silencio. Tragué saliva, se infló mi bragueta, conté tres segundos, parpadeé y le dije que ya todo estaba arreglado. Qué si cómo así. Qué si quien era el que me iba a sacar de estos aprietos. Volví a parpadear, impasible. Pues mi novia, la hija del comandante Artueta. El hombre se detuvo y me mandó de nuevo a la celda hasta que Mauro consiguió mi salida a los dos días. No pude evitar pensar que habría pasado si hubiese aceptado la propuesta del comandante o si su tal insinuación era sólo un producto de mi mente afectada por los vapores que aspiré estando en la celda. En todo caso, mi atracción hacia los uniformes quedó sellada, puesta dentro de este sobre que viajará mañana con rumbo a España.


Espero que esta carta si te llegue. No has respondido ninguna desde noviembre y puedo llegar a suponer que el trabajo te tiene muy ocupado. Espero que Madrid siga arrodillada ante ti como los varios jovencitos con los que ahora compartes piel. Cuéntame de tus aventuras. Quiero oir tus reseñas acerca del amor y tus observaciones con respecto al material que te pongo.
Continúa la lluvia en la capital. ¿Será que esta carta, como lo nuestro, se pierde en el camino? Te allego un sincero abrazo, Jaime, sin otras intenciones que robarme un poco de tu calor en esta noche lluviosa.
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